Día 24: Todo con dinero
Es cierto que en Venezuela reina la escasez, que millones de personas no tienen acceso a los alimentos más básicos, tampoco a medicinas. Ropa y calzado suenan a compras propias de millonarios y tener un automóvil operativo es más la excepción que la regla. Sin embargo, en este país donde gobierna un cártel que dice ocuparse de los más necesitados hace falta dinero, mucho dinero para sobrevivir.
No es extraño ver sujetadores o carteras deterioradas, pantalones desgastados (por el uso, no por moda) sábanas desteñidas, tazas sin orejita, lámparas sin bombillos, acondicionadores de aire rotos, muebles viejos, rejas oxidadas, paredes con filtraciones, tuberías con fuga, neveras sin luz, cuchillos sin mango, cacerolas sin tapa, ventanas sin cristales, techos con goteras, bombonas de gas vacías… La precariedad es cotidiana y la prioridad es comer o guardar comida. De manera que los arreglos domésticos se van retrasando hasta llegar al punto en el que las casas se han ido convirtiendo en ranchos de concreto y tejas. Sólo el dinero permite pensar en algo más que alimentarse.
En el país del Socialismo del Siglo XXI quien no tiene dinero, se muere. Así de simple. Los dólares son el seguro médico de cualquier persona y quien tenga aunque sea un billete de diez guardado, sabe que con eso tiene más garantías que una aseguradora de las que no pagan casi nada, y si lo hacen, es tarde. Quien no tiene plata para pagar alimentos a precio normal, debe esperar a que la limosna en bolsa llegue, aunque eso signifique semanas de hambre o comiendo mangos. Quien no tiene dinero en efectivo, sabe que debe pagar el triple o más por un kilo de verduras. Quien no puede pagar una clínica privada sabe que la muerte está rondando los contaminados pasillos de los hospitales públicos.
En algunas panaderías hay colas interminables para poder comprar, si acaso, una o dos barras de pan por persona. En otras pueden verse hasta panes campesinos, de coco o dulces, de esos con restos de azúcar y melao’ encima. En esas no hay cola, los contados y afortunados clientes piden lo que quieren, pagan y se van.
En la revolución bonita una consulta médica cuesta unos doscientos mil bolívares, y un trozo de pan con un triangulito de queso y otro de jamón cuesta sesenta mil. Un médico privado gana en una hora lo mismo que el taxista que tardó veinte minutos en trasladar al paciente a la clínica. El médico que trabaja en un hospital público sueña con ganar en un mes lo que el privado o el taxista hacen en tres horas.
El chavismo dijo que acabaría con los privilegios de la clase política de hace veinte años, pero no dijo que lo haría sustituyéndola y dejándola en pañales. Tampoco dijo que para satisfacer su resentimiento y mantener su estatus harían del país su reino de corrupción, muerte y cocaína. Los que cobraron durante años dólares preferenciales o siguen chupando dinero público por haber “asesorado” al cártel que nos gobierna, dicen que el chavismo acabó con la desigualdad en Venezuela, que lo poco o mucho que se ve en los medios de comunicación de los países donde viven tranquilamente (incluso evadiendo impuestos hasta que la ley los obliga a pagar) es mentira de una oposición golpista, que en Venezuela no hay hambre, como si prueba de ello fuera que el líder del régimen engulla una empanada en cadena nacional. El descaro es directamente proporcional a los bultos que tienen en los bolsillos. Y mientras esos alcahuetes siguen hablando gamelote en Europa o en la burbuja chavista que los protege en nuestro territorio, la extinta clase media hace maromas para estirar la quincena que no da para tapar las goteras, los pobres escarban en la basura o tocan casa por casa a ver quién les da algo de comer, y los enchufados siguen despilfarrando lo robado demostrando que en el socialismo del siglo XXI todo se puede conseguir con dinero, con el dinero robado a las arcas públicas y que distribuyen muy bien, entre ellos y sus familias.
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Gaínza