Hay silencios voluntarios, hay silencios obligados, silencios necesarios y, sobre todo, hay silencios elocuentes. Muchas veces un silencio dice mucho más de lo que las palabras podrían expresar. Un silencio encierra mucho aunque las circunstancias lleven a ahogarlo en la garganta para que no se pasee entre pecho y espalda buscando escapar siquiera como un grito. A veces cuando no hay nada bueno qué decir, es mejor callar. No es la primera vez que me pasa, pero parece que puedo controlar más los silencios cuando escribo que cuando hablo, si la gripe no lo impide, hasta por los codos. Los silencios preocupan más (con razón) a quienes me conocen.
Hay silencios abrumadores por el dolor que guardan y silencios hermosos como una bahía solitaria una tarde cualquiera al final del verano. Lo que más satisfacción da es tener un motivo bonito para romper con el silencio. Yo decidí que rompería el mío sólo si tenía algo bonito para contar. Me prometí que volvería hablar sobre “cose belle” y que daría a éstas el protagonismo por encima de todas las tristezas que azotan mi vida desde que veo cómo se hunde cada vez más mi país, pues la vida también se compone de esos momentos en los que las sonrisas, aunque fugaces, llenan de oxígeno el alma y permiten soportar la fetidez de la cotidianidad creada por el chavismo que lleva más de dos décadas destrozando todo lo que toca.
Así que aquí estoy, recapitulando algunas de las cosas más bonitas que pasaron durante el año y que vale la pena contar: como volver a abrazar a uno de mis hermanos allá donde jamás pensamos que terminaría viviendo, sentir cómo el amor se apodera de una llamada telefónica que no quería terminar aunque hubiera un médico esperando en la cita programada, ver con los ojos empañados el atardecer bajo el cielo florentino, descorchar una botella de vino para celebrar un reencuentro con acento colombiano, sostener entre mis brazos a dos nuevos habitantes de esta locura, festejar la última sesión de radioterapia de una amiga, ver pasar más de veinte años en imágenes que ni siquiera sabía que existían, abrazar a mi familia en un aeropuerto en el que me sentía segura…
Hablar de cosas bellas es hablar también del sentimiento que madura con los años y que no necesita palabras, porque aunque al principio todo pareciera una trampa, la vocecita que decía “haces bien” tenía razón. Ver a un amigo superar una gravedad y caminar solo, despacio, pero sin ayuda. Compartir un taco a las cuatro de la mañana y sonreír a pesar de los jalapeños, ver la cara de sorpresa al hacer una visita inesperada, sentir la nariz de mi sobrino apoyada contra la mía, hacer hallacas con mi familia y ver cómo la felicidad a veces viene envuelta en hojas de plátano. Ponerle nombre a un banquito perdido en el mundo, no con un bolígrafo, sino con un momento. Tener amigos que hacen cosas por los míos, que se alegran por los míos, que me ayudan a cuidar de los míos. Pasar este fin de año sintiéndome setenta y cinco por ciento feliz, pero con la certeza de vivir el siguiente con todos los pedacitos de mi familia juntos en el mismo lugar.
Todo lo demás lo guardo para mí con quienes me acompañaron en cada momento bonito que hizo posible romper este silencio, con la firme esperanza de multiplicarlos y que cada vez sea más sencillo escribir hasta que llegue en día en el que simplemente tenga problemas normales.
El 14 de febrero cumplí cuarenta años, una edad a la que desde niña pensé que no llegaría. Tal vez porque me parecía algo tan lejano como el año 2000, cuando según los predicadores que daban lata los domingos por la mañana se supone que se acabaría el mundo. Yo no podía pensar en llegar a los cuarenta años cuando estaba ocupada en plena adolescencia mirando fijamente a los ojos de ese profesor de Filosofía que tanto me gustaba. Él que con esa voz pausada me obligó a sacar las mejores notas de todo el bachillerato y al que me encantaba rebatirle los ejemplos de comparativos en inglés con un “The Beatles are not better than The Rolling Stones, they are just different.” Cuando eres chama creces a tal velocidad que no haces planes tan a largo plazo (si es que haces planes). Casi no da tiempo a notar cómo tu cuerpo empieza a formar curvas, aunque sean discretas. Y vas así, a toda mecha como Alicia Silverstone en esa moto que termina tirada porque ciertas cosas es mejor hacerlas en avión. Si sabes quién es Alicia Silverstone, recoge tu cédula, yo espero.
Los años de miradas cómplices con chicos mayores que yo, de pelo largo y zarcillo que no gustaban a mis padres (cosa que los hacía aún más fascinantes, a los chicos, claro) contrastaban con las rutinas de tacones y perlas por la mañana y pies descalzos atravesando la ciudad al salir del cine casi a medianoche. Era imposible prever que el resentimiento de un niño malcriado con envidia por no haber recibido en Navidad el mismo carrito de juguete que su vecino, diezmaría parte de los mejores años de mi generación, arrasaría mi país desgarrándome el alma cada vez que alguien hacía las maletas para volver “cuando esto se acabe”. Media vida bajo la sombra del chavismo que, incluso a miles de kilómetros amenazaba cada minuto, pues hasta en aquellos momentos en los que el amor me sorprendió sujetándome por la cintura para robarme el beso que estaba dispuesta a entregar sin oponer la menor resistencia, el chavismo estaba allí, acechando, listo para atacar en forma de algún tipo de atropello, de algún tipo de desgracia. Listo para romper sueños y hasta mandar al carajo una inolvidable mañana en Portofino.
Media vida bajo una sombra que he burlado de todas las maneras imaginables, algunas con más éxito que otras, evidentemente. Y sí, tengo cuarenta años, no estoy casada, no tengo hijos, no tengo novio, no tengo hipoteca, casa y tampoco tengo deudas. Porque no quiero, no me gustan los cobardes y porque lo más importante siempre debe ser hecho porque así lo deseas, no porque los demás lo esperan o crean que lo necesitas. No pretendo que alguien me mantenga, no pienso en quién me cuidará cuando sea anciana, no sé si llegaré a anciana. No quiero tener un hijo para ver cómo me cambia la vida ni para convertirme en “mejor persona”. La maternidad no es garantía de nada. No cabe duda de la cantidad de sujetos despreciables que en nuestro mismo país vive con una prole que no les hace precisamente mejores seres humanos. Si eso es ser egoísta, ni modo. Yo creo que es más egoísmo juntarse para no estar solo, tener un hijo para solucionar una crisis de pareja o porque los demás lo tienen, tener otro porque uno es poco, vivir con alguien con quien no eres feliz y aparentar lo contrario. Usar a los muchachitos como moneda de cambio para obtener algún beneficio, eso sí es egoísmo. Mi opción no es mejor ni peor que otras, es diferente.
Nací sin el gen de montarme películas por un calentón después de varias copas de vino, ni el de sacrificar amigos por amantes. Voy a las fiestas acompañada de mi bolso de turno, sin sentirme culpable, fracasada, ni merecedora de lástima o de encerronas con hombres ofertados en saldo por internet. Son cuarenta años que no me pesan cuando me veo al espejo. No tengo cirugías, no me inyecto nada para parecer más joven, no escondo mi edad ni me ofende la de los demás. No me sorprenden las modas porque la mayoría son sólo un déjà vu, lo que mi abuela llamaría “más viejas que zapato de orejita”. Huyo de esas ridículas fiebres gastronómicas cuyos seguidores dan ternura cuando pretenden dar a conocer su infinita sabiduría sobre qué es una panela o las propiedades de aguacates que se encogerían de vergüenza al ver uno de verdad. Con mis propias manías (que no son pocas) hasta yo tengo bastante. No hago pilates, ni zumba, ni corro por ahí. Voy al gimnasio cuando no tengo flojera, cuando entro en pánico porque algún trapo se ajusta más de la cuenta, cuando no me quedo enganchada al televisor o sencillamente cuando recuerdo que no es gratis. No cuento calorías cuando voy al supermercado, sino minutos de placer, nunca prefiero el chocolate a la pasta, ni una discoteca a un concierto. Siempre hago las cosas al revés: no estudié y luego me puse a trabajar, me puse a trabajar y luego estudié y trabajé a la vez. Si se me antoja, pido de postre un entrante. En lugar de estar frente a la cámara, prefiero estar detrás, ahí, donde se toman las decisiones, donde se manda.
No me importa ir al teatro, comprar, viajar ni dormir sola. De hecho, la mejor parte de la noche es cuando me doy vuelta y puedo seguir rodando hasta la otra punta de la cama. No creo que por ser mujer tenga la verdad en mis manos ni que tener ovarios sea razón para que la ley se incline a mi favor. No acepto lecciones de feminismo de gente que no sabe hacerse escuchar sin necesidad de quitarse la camiseta o que no tuvo el valor de rebelarse ni siquiera en su propia casa. No creo en los que hablan de democracia pero cuando pierden una votación para secundar una huelga, piden repetir porque si no, les toca ir a clase. Tampoco pierdo el tiempo escuchando hablar de “sororidad” a mujeres que juzgan a otras porque usan tacones de diez centímetros o van perfectamente maquilladas, como si eso quitara el derecho a opinar. No permito que ningún hombre me haga sentir que valgo menos que él.
Tengo cuarenta años, no pido permiso ni doy explicaciones, aunque tampoco lo hacía con veinte. Aún no he hecho la gran fiesta que imaginaba desde los treinta y nueve, ni siquiera he podido reunir a los más cercanos para comer churros. Así que he decidido ser discreta y seguir como si nada, acumulando motivos. Dicen que realmente eres mayor cuando das importancia a los médicos, y tal vez sea verdad. De modo que no sé cuánto me quede de salud, pero con que me alcance para ver a mi país libre será suficiente para tirar la casa por la ventana, juntando los cuarenta de muchos con los reencuentros de otros y, sobre todo, con la libertad de todos. No importa que no haya espumoso, con guarapita de parchita también se brinda.
Tengo cuarenta años y el chavismo me ha robado veinte. Nunca supe cuánto faltaba para que esto acabara, pero ahora más que nunca estoy convencida de lo cerca que está el momento de ver a los asesinos salir del poder y terminar sus días en una cárcel. Valencia, ahí voy para verlo contigo rodeada de verde y de tu cautivador olor a tierra mojada.
Siempre he creído que utilizar ejemplos prácticos hace más sencilla la comprensión de aquello que nos es ajeno. Como cuando todavía no sabía contar y mi abuela me enseñaba cuántos días faltaban para ir a la playa: te duermes, te despiertas, desayunas, vas al colegio, te bañas, comes, juegas, te duermes, te despiertas… Repites todo de nuevo y ya será el día de ir a la playa. Parece una tontería, pero que me explicaran las cosas en base a mi vida diaria era la mejor manera de hacerme entenderlas.
Así que pensé en toda esa gente que desde hace días no hace más que hablar de «golpe de Estado» en Venezuela sin tener en cuenta nuestra Constitución ni lo que cada venezolano vive. De manera que aquí lo explico con ejemplos prácticos para que puedan comprender qué es lo que nos ha llevado a la calle una y otra vez:
Si en lugar de ir al supermercado que más te gusta a llenar tu carrito con por lo menos seis marcas distintas de leche para escoger entre desnatada, semi, sin lactosa, de soja o ese cuento con sabor a almendras, tuvieras que cambiar un paquete de pañales por un pote de leche en polvo. Si la ausencia de esas estanterías de aceite de diferentes orígenes e intensidades que bien conoces te obligara a negociar con tu vecina para que por media botella tú le dieras medio kilo de pasta. Si en lugar de relajarte en una bañera de agua caliente, exfoliar tu piel, ponerte mascarilla en el pelo o depilarte las piernas a toda prisa bajo la ducha, tuvieras que picar en trozos una pastilla de jabón, rendir el champú con agua y sacarle el mayor provecho posible a un cubo de agua fría porque no están las cosas como para desperdiciar el agua ni el gas. Si tu madre no fuera a la farmacia con la receta, pidiera sus medicinas y pagara, sino que tuviera que esperar a que tú hicieras maromas para mandarle el tratamiento necesario durante los próximos seis meses o incluso un año. Si en lugar de subir al transporte público a la hora que te apetece, tuvieras que hacerlo a un camión de cochinos para ahorrarte los kilómetros que separan tu casa de tu lugar de trabajo. Si no usaras tus redes sociales para farandulear o criticar a «la derecha» y te vieras en la necesidad de pedirle a tus seguidores ayuda para conseguir un medicamento o dinero para cubrir la operación de algún familiar o amigo.
Si cada vez que salieras a la calle lo hicieras sin tu teléfono porque llevarlo contigo sería facilitarle el camino a la muerte. Si tu tiempo de encierro comenzara al ocultarse el sol. Si la totalidad de tu sueldo de novecientos euros te alcanzara solamente para comprar un cartón de huevos. Si al ver una carroza fúnebre recordaras que en una como esa alguien te hizo el favor de mandarte junto al cadáver la ampolla que resistió los baches de 400Km de carretera para ayudar a salvar la vida de una amiga en coma. Si en lugar de ver nacer a tus mellizos prematuramente en un hospital público con todas las condiciones hubieras tenido que hacerlo en uno sin oxígeno o donde el primer apagón mandara al demonio hasta los monitores.
Si tuvieras que coordinar con tus hermanos según el terminal del documento de identidad para hacer la cola que permitiera comprar dos kilos de pasta por cabeza una vez al mes (si todavía quedara llegado el momento). Si en lugar de ir al parque tus hijos tuvieran que jugar en el patio de tu casa donde hasta el techo está enrejado. Si tus protestas rodeando el Congreso no se resolvieran con la «violencia policial» que denuncias, sino a punta de plomo directo a la cabeza. Si la inviolabilidad de tu domicilio durara hasta que unos uniformados te lanzaran lacrimógenas por la ventana o les diera por entrar y llevarse de tu casa incluso a tus sobrinos menores de edad. Si al ser detenido por manifestarte en la calle supieras que tendrás defensa de oficio y un juicio con todas las garantías, pero no desaparecerás, no te raparán la cabeza, te desnudarán, te llevarán a una celda cinco metros bajo tierra, tampoco te obligaran a comer excremento, te violaran con un fusil ni te arrancaran las uñas. Si tus largas tardes de zapping hubiesen desaparecido porque los medios de comunicación públicos estuvieran secuestrados, los privados amenazados o cerrados y para informarte dependieras de la conexión a internet más lenta de la región.
Si irte de vacaciones no fuera más que un lejano sueño porque llevas años con el pasaporte caducado y renovarlo para por fin emigrar o ir a ver a tu familia te costara como poco los 500€ que te pide el funcionario de turno para entregártelo en meses. Si tu versión del interrail fuera una caminata de miles de kilómetros atravesando los Andes hasta pedir refugio en algún país vecino. Si tus amigos en lugar de ser vegetarianos por decisión, comieran yuca, plátano o mango porque no consiguen otra cosa. Si al salir tu única opción fueran los zapatos rotos que te quedan porque los demás ya tienen el hueco muy grande. Si el registro electoral o la garantía de ser auxiliado por tu consulado en cualquier lugar del mundo desapareciera porque tu nombre está en una lista de disidentes. Si toda la gente que te rodea estuviera cada día más delgada porque come lo que puede cuando puede. Si tu carro llevara meses sostenido por cuatro bloques porque así se quedó cuando dejaste de conseguir neumáticos o repuestos. Si tus grupos de Whatsapp no se llamaran «amigas» «marcha» ni «running», sino «tanquetas», «medicinas», «comida» o «trueques varios», y tu galería de imágenes constara de fotos de medicamentos, personas heridas o precios del kilo de queso en lugar de memes. Si tu única expectativa de futuro se limitara a regresar vivo a tu casa. Si la recepción de ayuda humanitaria en tu país fuera declarada inconstitucional.
#VenezuelaSinDatos Desde el año 2014, la ruta alimentaria de Venezuela se desdibujó por completo. Esa fue la última vez que el Instituto Nacional de Nutrición publicó cuántos alimentos hubo en existencia para la población https://t.co/lhC7PV3Gvopic.twitter.com/VFocFmX9b0
En fin, si llevaras años escuchando a una cuerda de sinvergüenzas o fanáticos defendiendo cómo un grupo de asesinos, narcotraficantes y corruptos destruye tu país y empeña todas sus riquezas, seguro que me entenderías. Pero no lo haces, y sabes por qué, porque estás muy cómodo en tu casita o en el bar bebiendo cañas y arreglando el mundo. Cuando tocas el interruptor se enciende la luz, cuando quieres saber qué pasa, puedes verlo en el medio de comunicación que te da la gana, cuando no te gusta el gobierno de turno, votas para cambiarlo. Cuando te enfermas, vas a un hospital donde tienen con qué atenderte. Y si lo que cuento te parece demasiado largo, imagínate lo que es padecer esto y mucho más durante cada día de los últimos veinte años. Sí, veinte años. Muchos más de los que te tomaría analizar cada pequeño detalle de tu tranquila vida de luchador con conciencia de clase.
Ya sé que te cuesta entenderlo porque NO ERES VENEZOLANO, no se trata de tu vida ni la de la gente que amas. Tú con tal de defender «tus ideales» vas por ahí grabando videos con tus fabulosas gafas de sol, vestido con una camiseta del Ché Guevara o tapando el logo de tu Apple con una calcomanía de Gramsci como si eso te hiciera menos capitalista que nosotros. A ti que eres de “izquierda” te da igual lo que le pase a millones de personas que claman por libertad, democracia y la oportunidad de vivir en paz. Porque total, qué derecho van a tener todos esos imperialistas que exigen comida, medicinas, agua corriente y que no los maten por opinar. Para qué necesitarán todo eso si tan sólo son exagerados de derechas, no como tú que, de sensibilidad, justicia, derechos humanos y democracia sabes mucho, pues siempre estás del lado de quienes hacen lo correcto, y quienes hacen lo correcto son siempre los que piensan como tú.
Hace unos días mientras comía vi cómo en un noticiero resaltaban que el usurpador de Miraflores había dicho en una de sus ridículas alocuciones que había ido al futuro y había vuelto. Sentí tanto asco, que extrañé aquellas veces en las que no paraban de aparecer ratas en la pantalla del televisor mientras el narrador hablaba de los topillos, la plaga del momento. Pero el asco no sólo era consecuencia de las palabras de un asesino que ya no sorprende a nadie, sino de toda la situación. Nicolás Maduro dijo que fue al futuro y volvió, algo tan increíble como que un pájaro le habla, la economía va bien, que han intentado matarlo o que él es un presidente obrero, humanista y mil patrañas más.
La “noticia” duró poco, así que después de calmar las náuseas, recogí la mesa preguntándome qué haría mi mamá de almuerzo ese día, si habría encontrado carne o cuántas veces habría tenido que revolver los guacales de tomate para poder llevar algo en buen estado a casa. Ante ese pensamiento, como todos los días, el nudo de la impotencia volvió a instalarse en mi garganta y, yo para evitar ahogarme, decidí viajar al futuro.
Vi que a la llegada al aeropuerto había electricidad, los baños funcionaban regularmente, olían bien, salía agua de los grifos, había jabón y papel sanitario. Las colas para sellar el pasaporte eran larguísimas, pero no porque solamente había tres funcionarios incompetentes trabajando con mala cara en tres taquillas mientras todas las demás estaban vacías, sino porque no paraban de aterrizar aviones provenientes de todas partes del mundo repletos de venezolanos con los ojos brillando y una increíble taquicardia que superaba con creces a la de los ancianos que aguardaban en la zona de llegadas. Padres y abuelos que se habían quedado solos y habían aguantado la mecha sólo con la esperanza de vivir ese momento. Vi restaurantes abiertos, carros en el estacionamiento, el suelo de Cruz Diez dando la bienvenida a cientos de miles de personas dispuestas a besarlo.
La subida hacia Caracas estaba iluminada, sin “operativos” de matraqueo por el camino, pues la policía estaba para proteger. No tuve miedo de sacar el teléfono para avisar a todos que ya podían ponerse las pilas, que no olvidaran picar los aguacates en último lugar y que empezaran a darle candela a la leña. Me paré a comerme una arepa de carne mechada en La Encrucijada, una sola porque tenía que dejar espacio para la parrilla. También me bebí un jugo de parchita. En una gasolinera de la autopista me encontré a uno de mis amigos, llevaba catorce años sin abrazarlo, entre Ottawa y cualquier lugar de Europa había demasiada distancia.
La autopista tenía un tráfico normal, habían vuelto a aparecer los vendedores de panelas y ya se podía circular con la ventana del carro abierta. Durante el camino a casa no noté ningún par de ojos infernales observando mis movimientos. Todos habían sido sustituidos por el nombre de venezolanos ilustres que habían luchado por la libertad. Llegué a mi calle y otra vez se escuchaba música en las casas, mi maestra de primaria estaba con una de sus hijas regando las matas. No dijo nada, sólo miró a mi mamá y sonrieron. Unas casas más allá estaban los nietos de otra vecina terminando de pintar las rejas mientras ella agradecía el gesto con cervezas vestidas de novia, unos muchachitos jugaban chapitas en la calle y se apartaron para dejar pasar el carro hasta el garaje en el que los perros saltaban llenos de alegría.
Estuve en la playa un día entero, ya no había que recogerse a las tres de la tarde. A unos metros estaba una familia con la que había coincidido en algunas manifestaciones en Madrid. De hecho, nos quedamos hasta ver cómo caía el sol. Esa noche hice el clásico recorrido por las casas de mis amigos, en cada una de ellas había una constante fiesta de bienvenida, pues cada persona que cruzaba el umbral de la puerta venía de muy lejos, pero sobre todo, venía para quedarse.
De tanta fiesta me levanté un día con resaca. Fui a la farmacia, había de todo, por eso no tuve que hacer cola para comprar. Aproveché la ocasión y me llevé un pote de helado de tres sabores lo suficientemente grande como para que mi mamá se comiera la mitad viendo La Rochela que estaba otra vez al aire y con el mismo talento de siempre.
Las calles estaban llenas de gente paseando, entrando a negocios a comprar lo que deseaban, pagándolo todo de contado o a crédito, pero con dinero de su sueldo, no con regalos. Nadie quería nada regalado. Las adolescentes ya no querían tener niños para no trabajar, querían estudiar, tener un trabajo. Para los niños, si es eso lo que deseaban, faltaba como poco una década. Pasé por el hospital más cercano a saludar a un amigo médico, estaba contento porque sus pacientes mejoraban, pues enfermarse ya no era sinónimo de muerte ni de mendicidad. Me invitó a la cafetería, había café, leche y el azúcar estaba disponible en las mesas, incluso había sobres de edulcorante por si a alguien quería. Los concesionarios tenían carros a la venta, las piscinas volvían a tener bañistas alrededor tomando el sol tranquilamente mientras los niños chapoteaban con sus flotadores.
El ambiente era indescriptible, todos llevábamos una sonrisa enorme, todo nos parecía más bonito. Bueno, no lo parecía, todo era bonito. Habíamos pasado mucho tiempo fuera aprendiendo cómo mejorar, de modo que ya nadie cruzaba las calles a lo loco, sino por los pasos peatonales, los conductores utilizaban cinturón de seguridad, los niños iban en sus sillas y lo de ir manejando con alcohol en la mano era motivo de vergüenza. Los que no lo sabían desde niños, entendieron el valor de la puntualidad, de ir a votar, de no creer en milagros políticos, que limpiar pocetas era tan digno como diseñar edificios y que servir mesas no era motivo de deshonra ni sinónimo de no haber estudiado una carrera. Hablábamos más idiomas y comenzábamos a hacer tangibles todos aquellos proyectos que fuimos planeando mientras pasábamos frío en otros lugares. La viveza criolla era vista con desprecio y los sobornos a funcionarios públicos eran severamente penalizados. Los colegios volvían a tocar el timbre de recreo a las nueve y media de la mañana y los niños pasaban el rato jugando e intercambiando sus arepas para probar las de los demás a ver si era cierto que la mejor era la de su mamá. Las iguanas de la Carabobo pasaban por la Av. Bolívar rumbo a Naguanagua, estaban repletas de estudiantes que no pretendían sacarse una licenciatura en dos años. Escuché la radio y disfruté de la voz de verdaderos profesionales que hacían su trabajo sin temor. Realmente nadie lo tenía, porque todos sabíamos que podíamos expresar nuestras ideas sin que eso nos pusiera tras las rejas. Por supuesto, no había presos políticos.
Pasé por el kiosco que de nuevo estaba abierto, leí en El Nacional que los narcosobrinos seguían pagando condena en una cárcel de Estados Unidos. No muy lejos de esa cárcel estaba Cilia Flores cumpliendo la suya. Nicolás Maduro hacía grandes esfuerzos por meter miedo en la cárcel, pero como el colesterol había hecho su trabajo, no tenía ni aliento para aguantar la caravana de juicios que tenía por delante. Tibisay Lucena intentaba ganarse la buena voluntad de las reclusas, pero Iris Varela no se lo ponía fácil ni a ella ni a sus propios abogados defensores. Diosdado ya no vestía de rojo, lo sé porque vi una foto suya con un mono anaranjado que le quedaba estupendo. La mayoría de los que ahora usurpan el poder estaba pagando por todos sus crímenes. Los que tuvieron más suerte intentaban cantar hasta Las Mañanitas para lavar su cara creyendo que así podrían evitar que les llegara la muerte pagando una interminable condena. Otros se refugiaban en la nostalgia y trataban sin éxito de vender la historia de sus vidas a ver si conseguían que alguien hiciera alguna serie sobre ellos y los convirtiera en narcos famosos como El Chapo. También vi que mis amigos mexicanos habían abierto los ojos y al tiempo que ahorraban en dólares, decidieron no ser la nueva versión de la miseria chavista. En España ya los podemitas se habían caído a machetazos entre ellos mismos y los que querían seguir ganando dinero con sus cuentos, se hacían los locos al oír hablar de su pasado en América Latina, pues “de algo tenían que vivir”.
Vi cómo los noticieros de los principales canales alrededor del mundo se encargaban de dar noticias reales, importantes, no se quedaban en la anécdota sobre los delirios de un asesino con poder, sino en las consecuencias. Las estupideces de los políticos de segunda, cuarta o primera se las dejaban a los programas satíricos, pues es a estos a quienes corresponde.
Nuestros amigos argentinos, chilenos, colombianos, ecuatorianos, peruanos, italianos, portugueses, etc., hacían fiestas de despedida y prometían a los que habían sido sus vecinos, compañeros de clase o de trabajo, pasar unas vacaciones en Margarita o esa Gran Sabana de la que tanto les hablaron.
Olía sabroso, a tierra mojada, a café recién colado, a carne asada.
El viaje duró muy poco, demasiado poco, pero pude ver mucho de lo que nos espera. Sé que muchos durante estas líneas han viajado conmigo, y que cada día cuando tienen que lidiar con todo lo que la inmigración representa, cierran los ojos por un momento para soñar con el abrazo en el que se fundirán al volver a ver a la persona que más extrañan.
Hoy como todos los días fui a la futura Venezuela, esa que nos duele, que añoramos, que dejamos con dolor. La misma que juntos vamos a reconstruir, la que está allí esperándonos al final de este largo y hediondo túnel. Al principio se verá todo turbio, pero luego ese humo se disipará y veremos con claridad que lo peor ya pasó. Falta menos y no nos podemos perder el final de esto.
Llevo meses haciéndome la misma pregunta todos los días, viendo de reojo la computadora, a veces con rabia, otras con miedo y muchas con vergüenza. La misma vergüenza que uno siente cuando sin excusas sabe que está aplazando algo. Y no, no se trataba de flojera, se trataba de un profundo rechazo a la realidad. No era la primera vez que me pasaba, desde que comencé a escribir este blog he tenido que enfrentarme a momentos duros para mí y para mi gente. Y debo decir que estos últimos son los más dolorosos, pues creo que tengo más fortaleza para reponerme de los golpes, pero me es insoportable ver sufrir a la gente que amo, ver a mi tierra destrozada, sentir la incertidumbre sobre lo que nos espera y, lo peor, no saber cómo evitarlo.
Mis días en Venezuela no fueron fáciles, pero decir eso me parece casi ofensivo para quienes están allí todos los días luchando por comer, no caer enfermos y escapar a las balas. Contar día tras día lo que estaba viviendo era una tortura, la forma más dolorosa de relatar lo que estaba viendo y a la vez quedarme corta porque hay escenas que no pueden describirse con palabras. Necesitaba respirar, coger impulso y seguir narrando lo que veían mis ojos y los de mis allegados, pero también necesitaba hablar de otra cosa, de algo que no hiciera sentir peor a quienes siguen allí. Algo que los hiciera olvidarse por un momento de la tragedia que tienen alrededor. Me odié mucho por no ser capaz de escribir algo más amable, ligero, alguna tontería. Me habría gustado hablar de besos robados, de cómo muchas mujeres tenemos clasificados nuestros zapatos de tacón, de la odisea de recordar después de un rato conduciendo que dejé junto a la puerta de casa lo único que tenía que llevar a mi destino y, por supuesto, no debería haber olvidado. Necesitaba un poquito de banalidad, no para mí, o bueno, para mí también, pero sobre todo, para ellos. Y como no era capaz de hablar de otra cosa, preferí callar.
Este año vi mi ciudad triste, mi barrio vacío, solo, cada vez con menos gente. Vi aumentar las sillas vacías en mi casa y una habitación más que espera el regreso de su propietario aunque sea para juntarse con sus hermanos el día de Navidad y ver durante horas el Chavo del 8 como si todavía fuéramos niños. Volví a sentir la desolación que dejan las despedidas y volví a disimular frunciendo el ceño para hacer creer que estaba brava. El ceño fruncido siempre es un buen muro de contención para las lágrimas.
Cuando alguien me preguntaba “¿por qué dejaste de escribir?” en la mayoría de los casos no sabía muy bien qué responder. De manera que lo arreglaba diciendo: “pronto volveré”, aunque no supiera muy bien cómo ni cuándo. A lo mejor no soy lo suficientemente fuerte para afrontar este tipo de experiencias, a lo mejor es la edad o simplemente no estaba preparada para tanto palo, pero, ¿acaso había solo venezolano preparado para esto? Definitivamente no. Sin embargo, eso no nos ha evitado presenciar el desmoronamiento de nuestra tierra.
A veces siento que Venezuela ha muerto y mis amigos y yo estamos cargando su ataúd mientras el barro del cementerio nos hunde los pies como entorpeciendo nuestra llegada a su sepulcro. Otras siento que está en parada cardiorrespiratoria y estamos todos echándole pichón para reanimarla, un rato cada uno mientras los que están inactivos se desesperan porque la cosa está realmente fea. Otras me siento tan poderosa como la gran montaña que con su inigualable verde enmarca la ciudad que me vio nacer y creo firmemente que esto también pasará, que regresaremos a nuestras casas, que nuestros viejos no tendrán que angustiarse por comida o medicinas, que nuestros niños sabrán lo que es jugar chapitas en una calle cerrada y que jamás se volverá a repetir esta historia terrible que tuvo inicio hace veinte años cuando éramos un país joven y lleno de ilusiones.
Venezuela ha sufrido el desengaño de un hombre que la engatusó para robarle todo el dinero que tenía, destrozarle la casa, matar a sus hijos y dejarla en la calle hambrienta y en harapos. Pero ella no se ha rendido, sigue siendo fuerte, joven, bella. Ha adquirido mucha experiencia en sucesos que le eran lejanos en tiempo y espacio. Ha aprendido con sangre que los príncipes azules no existen y los de boina roja mucho menos. No sabe cuánto durará la agonía, pero sabe que acabará y ella sobrevivirá para que muchos sigan su ejemplo y no caigan en la misma trampa.
Mientras ese momento llega, toca hacer de tripas corazón, dejar la lloradera para después, tal vez para el día en el que celebremos que esta pesadilla terminó. Este es el motivo por el que estoy aquí de nuevo, para transmitir cómo la vida se abre paso en medio de la miseria, igual que cuando un niño nace y llena de esperanza todo lo que le rodea. Tengo que seguir aquí para contarlo… Ojalá y ustedes sigan allí leyendo hasta que lo bonito llegue.
Moverse por las calles de este país es, como todo lo demás, una odisea. Podría estar repitiéndome con esta frase, pero es inevitable, ya me gustaría que fuera diferente la situación. Como no se consiguen repuestos para vehículos, quien tiene un carro inoperativo pasa inmediatamente a andar «pedaleado», es decir, a depender de las colas que puedan darle los amigos, del riesgo multiplicado que significa moverse en trasporte público o, si se lo puede permitir, de un taxi de línea.
Andar en taxi no es nada sencillo. Primero hay que llamar a una línea de confianza y que haya un carro disponible. Como en la mayoría de los casos no responden al teléfono, hay que ir a pie hasta la parada de la línea y ver si además de encontrar un taxista, éste tenga ganas de hacer la carrera, pues a veces la rechazan porque no les gusta el destino, tienen que ir a otro sitio, se están comiendo una empanada, etc. Si se consigue, hay que acordar el precio y asegurarse de si el taxista recibe transferencias. También hay que considerar que la tarifa está directamente relacionada con el destino del cliente, pero no como podría pensarse: si vas a una zona cara de la ciudad, la carrera cuesta casi el doble que hacia una zona que no lo es. Además, aquí no estamos hablando de vehículos nuevos con aire acondicionado, punto de pago electrónico, radio u otras comodidades comunes en taxis de otros lugares del mundo, sino de carros en su mayoría destartalados en los que no son pocas las probabilidades de quedarse tirado en medio de la autopista. Pero como en tiempo de guerra cualquier hueco es trinchera, hay que adaptarse. Si algo no cuadra, toca seguir caminando hasta otra parada a ver si hay suerte. A veces toca identificarse y dar la referencia de un familiar o amigo que utiliza el servicio con frecuencia para que no se afinquen con el precio, acepten hacer la carrera y cumplan su palabra cuando reservas una hora determinada.
Cuando el taxista te ha hecho varias carreras y te parece que no es un delincuente, fichas su número de móvil, así puedes llamarle directamente y evitar la travesía por las paradas de taxi casi rogando para que te hagan un servicio. El taxista acepta darte el número cuando ve que tú tampoco eres delincuente y le llegan a su cuenta bancaria las transferencias por cada servicio realizado.
Ya me ha tocado alguna vez recorrer sin éxito varias paradas de taxi y terminar en la de autobús debatiéndome entre subir al primero que pase o quedarme allí donde hay dos o tres tipos rondando decepcionados porque lo que tengo en mano es un teléfono de principios de siglo. Después de ver que cualquiera de las dos opciones era una oda a la muerte, me he vuelto a casa dando el giro más rápido posible mientras llegaba una amiga fiel a sacarme la pata del barro.
Hoy estuve desde temprano buscando taxi para volver a casa, a medida que pasaba el tiempo se complicaba más la situación. Tiré de agenda propia y ajena, pero nada, ninguno estaba disponible. Lo peor era la ausencia de luz, cuando se oculta el sol todo el mundo se recoge y lo mejor es reducir al mínimo las probabilidades de ser víctima del hampa. Afortunadamente no estaba en la calle, sino en la casa de una amiga con un cómodo sofá que preferí en lugar de la acogedora habitación donde dormí tantas siestas en mi adolescencia.
Ya conté por aquí que un taxista gana en veinte minutos lo que un médico en una hora, por eso no es raro que ese señor que se mueve en un carro haciendo kilómetros sin parar, prefiera estar al volante que haciendo proyectos en una constructora, pues como conductor gana más en un día haciendo una carrera al aeropuerto que en un mes como ingeniero al frente de una obra.
En este país donde un tanque de gasolina cuesta menos que una botella de agua el despropósito no conoce límites. Este es el mismo país donde quien tenía un amigo con carro, también tenía carro, pues sabía que no le faltaría una cola cuando fuera necesario. Incluso contabas con el carro de tus amigos cuando el aburrimiento en casa era roto por un golpe de corneta que te hacía poner los zapatos de prisa para irte a ver series a su casa en un sofá fiel que si hablara podría hacerse millonario con sus memorias. En Venezuela quedan pocos amigos, casi todos se han ido y quienes siguen aquí tienen el carro averiado o a punto de. Da pena pedir la cola a cualquiera que tenga carro. Sabes que al hacerlo podrías estar poniendo en un compromiso a quien quizás se verá obligado a negarse debido a las circunstancias, no a un egoísmo que jamás tuvo.
Aquí hay que calcular todo, hasta el lugar apropiado para quedarse varado cuando no hay taxis y lo más inteligente es tirar la toalla. Mañana será otro día y toca volver a empezar.
Junto a la lucha diaria por la supervivencia, está el agotador trajín de quienes arreglan los documentos necesarios para irse del país cuanto antes. No son pocos los periodistas, médicos, abogados, diseñadores gráficos, ingenieros y demás profesionales venezolanos que cruzan las fronteras con la intención de poder trabajar en eso para lo que se prepararon durante años sin saber que tendrían que empezar de cero en otro lugar donde deben ocultar títulos universitarios, especializaciones o idiomas que de otra manera sólo servirían para ser descartados en procesos de selección debido a la sobrecualificación que ignora las ganas de trabajar.
Las citas se piden por internet y las abren al mejor estilo chavista, es decir, cuando les da la gana, el horario es irrelevante. Es posible que un fin de semana la suerte se fije en el interesado durante las cuarenta y ocho horas en las que se dedique a intentarlo y sea posible atrapar una. Aparentemente hay un límite de cien citas diarias en cada registro, aunque la página dice mil diarias en todo el territorio de un país que está exportando más ciudadanos que petróleo. Una vez solicitada y confirmada, hay que llevar la documentación a las siete de la mañana al registro seleccionado donde, por supuesto, hay que llegar unas cuatro horas antes. Después de un impreciso número de días que depende de cada registro es posible ir a recoger los papeles apostillados. Obviamente cada documento lleva un procedimiento propio previo y debe haber sido refrendado por la autoridad correspondiente. Es decir, hay que legalizarlo. Esto significa hacer cola en la calle (¿pensaban que no la habría?) también desde las tres de la mañana y, evidentemente, ponerse en bandeja de plata para ser asaltado, violado o asesinado. De hecho, una nueva modalidad muy común en los delincuentes que rondan estas oficinas es el “secuestro” de los documentos por los que el interesado deberá pagar un rescate si pretende recuperarlos.
A quien en cualquier lugar del mundo le parezca que eso de hacer cola fuera de una oficina de la administración pública no es tan grave y también ocurre en otros países, seguro le alegrará saber que aquí la entrega de los documentos no se realiza en un local lleno de gente sino en medio de la calle. Sí, en medio de la calle. A la hora de recoger un documento apostillado o no, la cola frente a un centro comercial puede confundirse con la de la panadería o la del supermercado. Baja un funcionario del registro y a todo gañote (si le apetece) llama uno a uno a los titulares para entregar el sobre con los documentos que han triunfado y no dar más explicación que un “no procesó” a aquellos que sencillamente perdieron la cita, el tiempo y el dinero a pesar de cumplir con los requisitos imprescindibles.
Como podrán imaginar, yo andaba con una de esas personas que debe volver a repetir el proceso de petición de una cita que no procesó. Estuvimos sentadas en la acera mientras esperábamos al funcionario, no sin antes haber hecho otras diligencias. Salimos de allí con el sobre en la mano y luego continuamos el calvario, ahora en la cola para comprar comida.
Que en Venezuela la demanda de la Apostilla de la Haya se multiplique cada día y ahora sea mayor que la miserable oferta por parte de la lenta, mediocre y corrupta administración pública chavista, no es más que un reflejo del porqué ya se cuentan por millones los venezolanos en el mundo obligados a dejar la propia tierra para comenzar de cero allende nuestras fronteras y del cártel que lleva veinte años haciendo todo lo posible por destruir nuestras vidas.
Es doloroso ver colas de jóvenes desesperados por salir cuanto antes del país del que nadie quería irse nunca, mientras los creadores de este desastre intentan atornillarse para seguir aquí disfrutando de la cúpula que se han construido a punta de plomo, dólares preferenciales y cocaína. Hace mucho que llegó la hora de sacarlos del poder, son ellos quienes perdieron el derecho a vivir en nuestro país, ese que tanto nos duele sin importar el tiempo ni la distancia.
Si los vecinos están organizados y tienen la suerte de contar con un pequeño supermercado que compre a una de las empresas privadas más importantes del país, es posible conseguir algunos alimentos. La experiencia todos la describían como denigrante, espantosa, amarga… Uno se hace cargo de las impresiones de quienes la viven a diario, pero nada es tan potente como la bofetada en carne propia. La cosa funciona así: hay que apuntarse el domingo en una lista controlada por un grupo de personas que forman parte de la Junta Comunal y otros que “pasaban por ahí”, hay que esperar a ver si llega el camión el lunes, descargue la mercancía y que quienes reciben la lista, controlan el acceso y se juegan la vida en la puerta del comercio comiencen a llamar en grupos de ocho a diez vecinos para que entren, compren lo que les está permitido y salgan dando paso a otro grupo hasta que se acabe lo que sea que haya.
La lista se supone que es para evitar la humillación de la cola, pero eso no quita lo degradante de no poder comprar libremente lo que uno quiera o pueda, ni mejora la sensación del bululú de personas alrededor del comercio apoyadas en banquitos que se llevan de sus casas para hacer menos dura la espera bajo el sol que, en este caso, no es espléndido sino inclemente. El lunes corrió rápido la voz entre todos: “no viene el camión”. Por lo que tocó retirarse con el banquito bajo el brazo y esperar a otro día. Este martes la suerte acompañaba a muchos, especialmente a los agentes de la Guardia Nacional Bolivariana que, como de costumbre y sin respeto a ningún sistema de organización hicieron su agosto, se llevaron gran parte de lo que trajo el camión, por supuesto sin límite y, en algunos casos, hasta sin pagar. De manera que para los vecinos quedaron los restos de harina de maíz o mantequilla, de pasta no había más que algunos paquetes desperdigados con los que pudieron hacerse los primeros de la lista.
Cuando llegué ya había gente haciendo cola y peleando desde hacía horas, algunos niños merendaban alguna galleta sentados en el suelo mientras los más pequeños jugaban ajenos a la tragedia que atravesaban sus padres. Una mujer embarazada esperaba en una silla que una persona le cedió por un rato, una anciana dio un traspié y cayó entre la multitud que accedió a hacerla pasar de inmediato a pesar de la queja de algunos preocupados por quedarse sin los tres paquetes de harina que les correspondían. Todo era surrealista, escuchaba los comentarios sobre el abuso de los uniformados, los ataques a las personas que llamaban según la lista que les habían facilitado, la preocupación por no poder comprar, que se hiciera de noche o peor aún, que llegaran unos malandros e hicieran un atraco masivo. Hacía mucho calor y las botellas de agua de la mayoría ya estaban casi vacías, esa misma mayoría no podía comprar algo cerca porque el precio de un refresco pequeño superaba tanto al de la botella de agua como al del kilo de harina. ¿Cómo se puede vivir así? Esto no es excepcional para millones de venezolanos, sucede a diario y mi espera no era de las peores, al contrario.
Escuché mi nombre en medio de gritos, la gente se desespera y pide que repitan los nombres que no escuchan por los gritos en los que piden que repitan los nombres. Sí, así de absurdo y redundante es todo. Tuve dificultades para atravesar el tumulto delante del mecate que separaba la “zona de espera” del trocito de pasillo donde los que son llamados esperan un par de minutos a que abran la puerta del supermercado. Me llamaron de segunda en ese turno, pero cuando llegué a la fila corta ya era la quinta en la puerta. Mientras esperaba escuchaba la protesta de algunos que alegaban que dos de las personas que estábamos allí nos habíamos coleado. Volvieron a pasar lista para comprobar que éramos los que estábamos y estábamos los que éramos. Al oír un apellido poco común volteé a saludar con una sensación agridulce, estaban detrás de mí los padres de un compañero de clases en el liceo. Sentí tristeza por verlos en esa situación y a la vez sosiego al saber que ese muchacho con el que compartí merienda, cuentos de terror, risas y apuntes está viviendo en Chicago.
Compré los tres kilos de harina, también mantequilla, café, avena y todo lo que pude. Al salir sentí casi vergüenza por el bulto que llevaba entre manos, mucha gente me miraba mal y alguno hasta insultaba como si yo tuviera la culpa de su situación, como si fuera el único sufriendo por el chavismo. Salí de allí de inmediato preocupada por los seres cercanos que seguían esperando. Cuando nos encontramos en la noche supe que consiguieron comprar poco antes de que se desatara la furia de quienes perdieron la tarde. Esto no es justo, no es vida.
El camión volverá en dos semanas, dicen que no harán lista para que los que se quedaron fuera y viven en otras zonas no protesten, pero mucho me temo que la situación será todavía peor. De momento toca olvidar la experiencia sabiendo que mañana desayunaremos empanadas dominó y café, con leche.
No sé cómo sea en los demás países, pero en Venezuela cuando tienes un amigo de verdad es como si tuvieras un hermano más, no sólo por intimidad de la relación, sino porque sus padres te adoptan como a un hijo y, si tu amigo no tiene hermanos demasiado celosos, ellos también te ven como parte de la familia. De esta manera los viejos que uno tiene se van multiplicando según el número de amigos que hacemos a lo largo de los años.
Ellos nos vieron crecer al tiempo que nosotros empezamos a notar sus canas. Cuando llegamos a adultos además de ser un poco nuestros padres también se convirtieron en nuestros amigos, así que pasamos agradables ratos riendo con ellos al revelar por fin las aventuras que no nos atrevimos a confesar siendo muchachitos o por las veces que fuimos regañados cuando apenas rozábamos los veinte. Han estado allí para aconsejarnos, incluso para mostrarnos dónde no teníamos razón cuando la soberbia de la juventud le restaba importancia a las palabras de nuestros propios padres.
Mis viejos se quedaron en el país al que entregaron sus mejores años trabajando duro para sacarnos adelante, pero ahora están viviendo la peor cara de la crisis en la que el chavismo nos ha hundido a todos. La serenidad con la que solían hablarnos ha desaparecido de sus ojos llenos de nostalgia por una vejez indigna que jamás imaginaron. Están sufriendo desasosiego, impotencia, escasez y, sobre todo, una soledad que no merecen pero que disimulan con su mejor cara intentando engañarnos cuando los llamamos. Sin embargo, no hay mentira que aguante el día a día viéndonos a los ojos. Están delgados, ojerosos, irascibles, deprimidos… Hoy vi a dos y la tristeza fue como una puñalada en el pecho. Los monstruos creados por el chavismo han menoscabado sus corazones ya arrugados por los años que llevan sin ver a algunos o todos sus hijos y nietos, y su único consuelo es saber que están mejor lejos que corriendo peligro constantemente en esta guillotina. En este momento su mayor preocupación es que se vayan los que quedan, por eso animan a hacer las maletas y prometen esperar el regreso con una sonrisa que refleje la libertad recuperada.
Me preocupa verlos así, que mientan o, peor aún, que callen. Me asusta ver cómo les cuesta sonreír, me duele saber todo lo que hacen para poder sobrevivir en este caos y me desgarra imaginar que no lo consigan. Mis viejos se me están desgastando de la peor manera y no sé cómo salvarlos, no sé cómo sacarlos de aquí. Todos son creyentes y supongo que la fe los ayuda a no desistir aunque a veces vuelvan a casa sin el pan que salieron a buscar, aunque no les falte el dinero pero comiencen a temer por su destino si se quebranta su salud. Aunque en el fondo tengan más miedo que todos nosotros juntos.
Queridos viejos: estamos haciendo todo lo que podemos por ustedes, pero por favor, no nos engañen, no nos oculten la realidad, no le quiten importancia a nada, pues en este momento todo la tiene. Ustedes son la prioridad para los hijos que parieron y también para los que han ido adoptando durante años. No permitan que el chavismo les mine el espíritu. Los necesitamos vivos, sanos de cuerpo, mente y alma. No permitan que este horror los eche a perder.
Volveremos a vernos, a abrazarnos y a sonreír de nuevo, pronto.
Los días sin publicar se deben entre otras cosas a las batallas que aquí se libran a diario y a la falta de electricidad, internet o tiempo para sentarme frente al teclado a contar lo vivido durante la jornada.
Muchas veces me veo escribiendo a las tres, cuatro o cinco de la mañana, lo cual significa que en Europa muchos ya van por el segundo o tercer café mientras a mí me queda el tiempo justo para una siesta que me permita seguir con el correcorre, porque en este país todo es una carrera contrarreloj, todo se hace intentando rasguñarle un poco de ventaja al tiempo.
Dicen que nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo hace. Y lo cierto es que cuando una persona querida está en peligro, podemos terminar haciendo cosas que jamás imaginamos, podemos vernos envueltos en desagradables situaciones mientras hacemos lo que está en nuestras manos para salvar una vida sin que luego tengamos que avergonzarnos contándolo al beneficiado. Así ha transcurrido la mayor parte de estos días.
Además de las armas de fuego, la falta de comida y medicinas son las responsables de las muertes de este país. El empeño del régimen por impedir el acceso a medicinas dificulta a cualquiera llevar una vida tan normal que a la hora de una gripe se pueda encontrar sin problemas un analgésico. Si a eso le sumamos un serio y repentino problema de salud, las posibilidades de supervivencia se reducen a niveles que los creyentes califican como milagro. Tener a un ser querido en la unidad de cuidados intensivos de un centro de salud otorga la forzosa acreditación para convertirse en una especie de traficante. Debes llamar al conocido del amigo del amigo de un amigo que te cita a una determinada hora en un lugar que parece cualquier cosa menos una droguería donde, si tienes suerte y el dinero necesario, la ampolla de la que depende la vida en peligro está a tu alcance. Debes intercambiar una serie de mensajes en los que la insistencia y la gravedad del asunto logren despertar un vestigio de humanidad en tu interlocutor que a su vez consultará con el bachaquero especialista para que lo autorice a darte su teléfono. Después de esa primera gestión hay que pasar la lista de los medicamentos que urgen mientras recibes otra con el precio de cada unidad. Toca luego transferir el dinero y estacionar en un lugar en el que el “vendedor” te hará entrega de ampollas (generalmente de uso hospitalario), cápsulas, tabletas o cualquier presentación de esa medicina que no se encuentra en ninguna parte, salvo en el uniforme de enfermeras infames que por ofrecerlas a menos precio que un traficante piensan que son mejores seres humanos y merecedoras de una estatua en la plaza Bolívar, no importa si para ello algún paciente murió sin saber que la dosis de su medicina estaba en la mochila de algún médico importado por la dictadura o guardada en el bolsillo de esa maldita mujer vestida de blanco con mejores planes que dejarlo vivir.
La ventaja de la gasolina barata permite pasar horas dando vueltas por la ciudad enseñando un desvencijado informe médico que en las farmacias miran con lástima porque temen el destino del paciente al que no pueden venderle lo que desde hace años no tienen. Se improvisa un centro de operaciones en cualquier lugar donde a varias bandas se mantienen tanto conversaciones con traficantes de distintas ciudades, como con amigos en el extranjero que intentan explicar a los farmaceutas del país donde se encuentran que se trata de un caso de vida o muerte y que el médico firmante no está colegiado allí porque por desgracia para él (y por suerte para los pacientes), sigue trabajando en un país donde cada día es más difícil seguir vivo. Si se consigue fuera, hay que gestionar un sistema lo suficientemente seguro y discreto como para que los delincuentes que cuidan nuestras fronteras no conviertan el esfuerzo en sal y agua. Si se consigue en otra ciudad, toca pedir ayuda a una persona de máxima confianza para que asuma la responsabilidad de bajarse en una panadería, por ejemplo, esperar a ciegas a ser abordada por un desconocido (del que apenas sabe el color de la camisa) que le entregue un paquetico envuelto en papel de aluminio y retirarse del lugar sin revisar y sintiéndose compradora de cocaína.
En estos días, al igual que cientos de miles de personas en este país, he tenido que lidiar con gente de la peor calaña para poder conseguir medicinas. Tuve buena suerte, cuando llegó el momento no hice nada de lo que deba avergonzarme, las circunstancias no me obligaron a comprar medicamentos donados a terceros o robados a alguien ingresado en un hospital público. Conseguimos todo lo que necesitábamos obviamente gracias al esfuerzo de amigos, familiares, incluso de desconocidos que desinteresadamente aportaron lo que tenían aunque estuviese caducado. Tuvimos que comportarnos como traficantes en un país donde los narcos son los que gobiernan y se recrean viendo la miseria que crearon en nombre de una falsa revolución mientras millones de ciudadanos decentes se juegan a diario el pellejo para sobrevivir a tanta porquería. No fue necesario hacer algo indigno, pero no me atrevería a juzgar a quien ante la desesperación termine llenando de dinero el bolsillo de una enfermera despreciable que, por desgracia, no es la excepción.
Querida amiga, ¡lo conseguimos! Le ganamos a la muerte, le ganamos a la podredumbre y a la desvergüenza. Pronto también le ganaremos a la dictadura. Lo mejor de todo es que estarás aquí para verlo y no tenemos ningún motivo para agachar la cabeza.