23 de enero, 2019
Yo sí vengo del futuro
Hace unos días mientras comía vi cómo en un noticiero resaltaban que el usurpador de Miraflores había dicho en una de sus ridículas alocuciones que había ido al futuro y había vuelto. Sentí tanto asco, que extrañé aquellas veces en las que no paraban de aparecer ratas en la pantalla del televisor mientras el narrador hablaba de los topillos, la plaga del momento. Pero el asco no sólo era consecuencia de las palabras de un asesino que ya no sorprende a nadie, sino de toda la situación. Nicolás Maduro dijo que fue al futuro y volvió, algo tan increíble como que un pájaro le habla, la economía va bien, que han intentado matarlo o que él es un presidente obrero, humanista y mil patrañas más.
La “noticia” duró poco, así que después de calmar las náuseas, recogí la mesa preguntándome qué haría mi mamá de almuerzo ese día, si habría encontrado carne o cuántas veces habría tenido que revolver los guacales de tomate para poder llevar algo en buen estado a casa. Ante ese pensamiento, como todos los días, el nudo de la impotencia volvió a instalarse en mi garganta y, yo para evitar ahogarme, decidí viajar al futuro.
Vi que a la llegada al aeropuerto había electricidad, los baños funcionaban regularmente, olían bien, salía agua de los grifos, había jabón y papel sanitario. Las colas para sellar el pasaporte eran larguísimas, pero no porque solamente había tres funcionarios incompetentes trabajando con mala cara en tres taquillas mientras todas las demás estaban vacías, sino porque no paraban de aterrizar aviones provenientes de todas partes del mundo repletos de venezolanos con los ojos brillando y una increíble taquicardia que superaba con creces a la de los ancianos que aguardaban en la zona de llegadas. Padres y abuelos que se habían quedado solos y habían aguantado la mecha sólo con la esperanza de vivir ese momento. Vi restaurantes abiertos, carros en el estacionamiento, el suelo de Cruz Diez dando la bienvenida a cientos de miles de personas dispuestas a besarlo.
La subida hacia Caracas estaba iluminada, sin “operativos” de matraqueo por el camino, pues la policía estaba para proteger. No tuve miedo de sacar el teléfono para avisar a todos que ya podían ponerse las pilas, que no olvidaran picar los aguacates en último lugar y que empezaran a darle candela a la leña. Me paré a comerme una arepa de carne mechada en La Encrucijada, una sola porque tenía que dejar espacio para la parrilla. También me bebí un jugo de parchita. En una gasolinera de la autopista me encontré a uno de mis amigos, llevaba catorce años sin abrazarlo, entre Ottawa y cualquier lugar de Europa había demasiada distancia.
La autopista tenía un tráfico normal, habían vuelto a aparecer los vendedores de panelas y ya se podía circular con la ventana del carro abierta. Durante el camino a casa no noté ningún par de ojos infernales observando mis movimientos. Todos habían sido sustituidos por el nombre de venezolanos ilustres que habían luchado por la libertad. Llegué a mi calle y otra vez se escuchaba música en las casas, mi maestra de primaria estaba con una de sus hijas regando las matas. No dijo nada, sólo miró a mi mamá y sonrieron. Unas casas más allá estaban los nietos de otra vecina terminando de pintar las rejas mientras ella agradecía el gesto con cervezas vestidas de novia, unos muchachitos jugaban chapitas en la calle y se apartaron para dejar pasar el carro hasta el garaje en el que los perros saltaban llenos de alegría.
Estuve en la playa un día entero, ya no había que recogerse a las tres de la tarde. A unos metros estaba una familia con la que había coincidido en algunas manifestaciones en Madrid. De hecho, nos quedamos hasta ver cómo caía el sol. Esa noche hice el clásico recorrido por las casas de mis amigos, en cada una de ellas había una constante fiesta de bienvenida, pues cada persona que cruzaba el umbral de la puerta venía de muy lejos, pero sobre todo, venía para quedarse.
De tanta fiesta me levanté un día con resaca. Fui a la farmacia, había de todo, por eso no tuve que hacer cola para comprar. Aproveché la ocasión y me llevé un pote de helado de tres sabores lo suficientemente grande como para que mi mamá se comiera la mitad viendo La Rochela que estaba otra vez al aire y con el mismo talento de siempre.
Las calles estaban llenas de gente paseando, entrando a negocios a comprar lo que deseaban, pagándolo todo de contado o a crédito, pero con dinero de su sueldo, no con regalos. Nadie quería nada regalado. Las adolescentes ya no querían tener niños para no trabajar, querían estudiar, tener un trabajo. Para los niños, si es eso lo que deseaban, faltaba como poco una década. Pasé por el hospital más cercano a saludar a un amigo médico, estaba contento porque sus pacientes mejoraban, pues enfermarse ya no era sinónimo de muerte ni de mendicidad. Me invitó a la cafetería, había café, leche y el azúcar estaba disponible en las mesas, incluso había sobres de edulcorante por si a alguien quería. Los concesionarios tenían carros a la venta, las piscinas volvían a tener bañistas alrededor tomando el sol tranquilamente mientras los niños chapoteaban con sus flotadores.
El ambiente era indescriptible, todos llevábamos una sonrisa enorme, todo nos parecía más bonito. Bueno, no lo parecía, todo era bonito. Habíamos pasado mucho tiempo fuera aprendiendo cómo mejorar, de modo que ya nadie cruzaba las calles a lo loco, sino por los pasos peatonales, los conductores utilizaban cinturón de seguridad, los niños iban en sus sillas y lo de ir manejando con alcohol en la mano era motivo de vergüenza. Los que no lo sabían desde niños, entendieron el valor de la puntualidad, de ir a votar, de no creer en milagros políticos, que limpiar pocetas era tan digno como diseñar edificios y que servir mesas no era motivo de deshonra ni sinónimo de no haber estudiado una carrera. Hablábamos más idiomas y comenzábamos a hacer tangibles todos aquellos proyectos que fuimos planeando mientras pasábamos frío en otros lugares. La viveza criolla era vista con desprecio y los sobornos a funcionarios públicos eran severamente penalizados. Los colegios volvían a tocar el timbre de recreo a las nueve y media de la mañana y los niños pasaban el rato jugando e intercambiando sus arepas para probar las de los demás a ver si era cierto que la mejor era la de su mamá. Las iguanas de la Carabobo pasaban por la Av. Bolívar rumbo a Naguanagua, estaban repletas de estudiantes que no pretendían sacarse una licenciatura en dos años. Escuché la radio y disfruté de la voz de verdaderos profesionales que hacían su trabajo sin temor. Realmente nadie lo tenía, porque todos sabíamos que podíamos expresar nuestras ideas sin que eso nos pusiera tras las rejas. Por supuesto, no había presos políticos.
Pasé por el kiosco que de nuevo estaba abierto, leí en El Nacional que los narcosobrinos seguían pagando condena en una cárcel de Estados Unidos. No muy lejos de esa cárcel estaba Cilia Flores cumpliendo la suya. Nicolás Maduro hacía grandes esfuerzos por meter miedo en la cárcel, pero como el colesterol había hecho su trabajo, no tenía ni aliento para aguantar la caravana de juicios que tenía por delante. Tibisay Lucena intentaba ganarse la buena voluntad de las reclusas, pero Iris Varela no se lo ponía fácil ni a ella ni a sus propios abogados defensores. Diosdado ya no vestía de rojo, lo sé porque vi una foto suya con un mono anaranjado que le quedaba estupendo. La mayoría de los que ahora usurpan el poder estaba pagando por todos sus crímenes. Los que tuvieron más suerte intentaban cantar hasta Las Mañanitas para lavar su cara creyendo que así podrían evitar que les llegara la muerte pagando una interminable condena. Otros se refugiaban en la nostalgia y trataban sin éxito de vender la historia de sus vidas a ver si conseguían que alguien hiciera alguna serie sobre ellos y los convirtiera en narcos famosos como El Chapo. También vi que mis amigos mexicanos habían abierto los ojos y al tiempo que ahorraban en dólares, decidieron no ser la nueva versión de la miseria chavista. En España ya los podemitas se habían caído a machetazos entre ellos mismos y los que querían seguir ganando dinero con sus cuentos, se hacían los locos al oír hablar de su pasado en América Latina, pues “de algo tenían que vivir”.
Vi cómo los noticieros de los principales canales alrededor del mundo se encargaban de dar noticias reales, importantes, no se quedaban en la anécdota sobre los delirios de un asesino con poder, sino en las consecuencias. Las estupideces de los políticos de segunda, cuarta o primera se las dejaban a los programas satíricos, pues es a estos a quienes corresponde.
Nuestros amigos argentinos, chilenos, colombianos, ecuatorianos, peruanos, italianos, portugueses, etc., hacían fiestas de despedida y prometían a los que habían sido sus vecinos, compañeros de clase o de trabajo, pasar unas vacaciones en Margarita o esa Gran Sabana de la que tanto les hablaron.
Olía sabroso, a tierra mojada, a café recién colado, a carne asada.
El viaje duró muy poco, demasiado poco, pero pude ver mucho de lo que nos espera. Sé que muchos durante estas líneas han viajado conmigo, y que cada día cuando tienen que lidiar con todo lo que la inmigración representa, cierran los ojos por un momento para soñar con el abrazo en el que se fundirán al volver a ver a la persona que más extrañan.
Hoy como todos los días fui a la futura Venezuela, esa que nos duele, que añoramos, que dejamos con dolor. La misma que juntos vamos a reconstruir, la que está allí esperándonos al final de este largo y hediondo túnel. Al principio se verá todo turbio, pero luego ese humo se disipará y veremos con claridad que lo peor ya pasó. Falta menos y no nos podemos perder el final de esto.
Fotos:
Chris B. (unsplash)
Web
Mi bella amiga me dejaste viajar contigo y fue mágico, mientras contabas lo que estabas viendo, yo empecé a soñar, es uno de los viajes que nunca deben terminar, volver a esa Venezuela hermosa, prospera y llena de todo, con toda su gente feliz es un sueño que necesitamos hacer realidad