Día 18: Tramonto sull’Arno

 

Venezuela es un maravilloso y desconocido paraíso para el mundo. La cantidad de petróleo que se encuentra en las profundidades de nuestro territorio y que podría haber sido una fuente inagotable de riqueza palpable para todos nosotros no ha sido más que la causa de una corrupción que se ha multiplicado durante los años de expolio chavista. El potencial turístico que tiene Venezuela ha sido aplastado por la avaricia de un régimen que prefiere sacar dinero rápido con olor a oro negro y a la industria que más ha crecido en los últimos años: el narcotráfico.

Una persona muy querida y yo tenemos la costumbre de hablar cada fin de año para contarnos todo aquello que se nos hubiera escapado durante los meses anteriores, los proyectos que tenemos para el año que llega y, obviamente, para felicitarnos con calma antes que las campanadas, las uvas y la avalancha de mensajes enloquezcan nuestros teléfonos.

Esta vez tuvimos que programar una hora para poder tener nuestra tradicional conversación. No obstante, considerando lo que he estado viviendo últimamente y que aquí cuento sólo por pedacitos, tuvimos que buscar la manera de no convertir un momento bonito en un drama, al menos durante la hora que suele durar la llamada. Para evitar las lágrimas acordamos que cada vez que alguno de los dos estuviera desviándose hacia la terrible situación que vive Venezuela, el otro interrumpiría inmediatamente usando una imagen extraordinaria, de esas que se quedan para siempre en la memoria de quien las ve y que permiten volar por un momento a uno de los lugares más bonitos del mundo en una ocasión especial: el atardecer en el Arno.

Quien haya tenido la suerte de caminar por Florencia sabe que uno de los mejores recuerdos que puede traerse de allí es el sol desapareciendo despacio sobre el río Arno y las primeras estrellas abriéndose paso entre una estela de inigualable amaranto en el cielo toscano.  No hay palabras, simplemente hay que vivirlo.

En condiciones normales Los Roques, Morrocoy, Canaima, el Salto Ángel, el relámpago del Catatumbo y los innumerables tesoros grandes o pequeños que sólo se pueden ver en Venezuela serían suficiente motivo para iluminar mi rostro con una sonrisa imborrable durante mucho tiempo, pero esta vez no puedo, ya que cada uno de estos lugares sólo me recuerda el daño que cada día sufre mi tierra, mi gente, mi vida. Así que mi conversación de fin de año se convirtió en un compasivo “tramonto sull’Arno” aproximadamente cada minuto y medio.

Allá donde estés, gracias por hacer lo posible para frenar el llanto que tantas otras veces has escuchado con paciencia y calmado con dulzura dándome un fuerte abrazo, a pesar de la distancia.

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Gaínza

 

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Día 17: A oscuras

 

Una de las tantas mañanas en las que los rayos del sol iluminaban con dulzura las no tan primeras horas del día, recuerdo haberme quedado mucho rato jugando entre besos y sonrisas. Cerré los ojos y recorrí su rostro con mis dedos para poder identificarlo si un día perdía la vista o la sordera me impedía reconocer su voz. Él se dejó acariciar y yo lo memoricé para siempre.

Desde entonces, aunque uso el escáner muy pocas veces, tengo grabado en un maravilloso archivo el rostro, la voz, la risa de toda la gente importante en mi vida.  Rebeca es una de ellas.

Rebeca es una de esas amigas que aguanta cualquier chaparrón y no te suelta hasta que haya pasado. Guarda largos silencios, pero ahí está si la necesitas. Es sumamente religiosa y posee una infinita paciencia que le permite quererme a pesar de mi incredulidad. Es tan puntual que hasta llega antes de la hora pillándome siempre sin haberme puesto máscara en las pestañas. Rebeca ha estado ahí en momentos duros y, por supuesto, en otros tan banales como coquetear con la suerte en el bingo. Esta vez se presentó en casa con una sonrisa espléndida que no han borrado las náuseas que le genera su gravidez. Afortunadamente llegó quince minutos antes y eso sirvió para que pudiera saludarla y notar el nuevo volumen de su vientre. Subí a su carro y cinco minutos después estábamos en el salón de su casa, un lugar tan acogedor como su familia.

Cuando el reloj marcaba las seis se fue la luz, yo quería pensar que sería por poco rato, pero en el fondo sabía que no. Su madre sacó una velita que hizo lo que pudo durante las tres horas y media en las que mi amiga me contó cómo se enamoró, cómo organizó una boda en veinte días y nos actualizamos sobre dónde y qué hacía cada uno del viejo grupo de amigos. Mientras hablaba con ella y me llevaba a la boca trocitos de queso, recordaba aquella mañana en la que sin saberlo me entrené para un día como este. Ella hablaba y yo imaginaba los hoyitos en sus mejillas cuando contaba entre risas los nervios antes de la boda y los detalles de último minuto. Yo aprovechaba la penumbra para que no me notara la tristeza por haberme perdido ese momento.

Entre negrura di las gracias a su familia. Me dejó en casa y también entre negrura nos despedimos. Ambas sabemos que seguimos estando ahí aunque no nos veamos, da igual si es por culpa de la distancia o por el colapso del sistema eléctrico nacional.

Eran casi las once de la noche cuando la electricidad volvió a nuestros hogares, sólo la electricidad, pues este país lleva casi veinte años viviendo en las tinieblas del chavismo. Hoy la oscuridad no pudo con Rebeca irradiando felicidad. Ojalá pronto este país vuelva a dar a luz la democracia que tanto necesitamos.

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Cherry Laithang

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Día 16: Llegó el CLAP

 

El hambre es uno de los mecanismos de control más efectivos del chavismo. Con una moneda que se perdió en el abismo de la inflación y una escasez galopante, a los venezolanos cada hora que pasa les dificulta el acceso a los alimentos básicos. El chavismo dice buscar solución a este problema con la creación de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, mejor conocidos como CLAP, una especie de promesa de alimentos al alcance del bolsillo de los ciudadanos que puedan permitírselo.

Se supone que los productos se entregan casa por casa a quienes muestran su fidelidad con esa cartilla de racionamiento llamada “Carnet de la Patria”. Oficialmente la organización de los CLAP depende de los consejos comunales, un nido de corrupción en el que un grupito de enchufados decide quién puede acceder a la bolsa de comida y quién no. Eso sin contar las comisiones que cobran bajo cuerda para garantizar la entrega de la bolsa y la cantidad de quejas de los beneficiarios que se encuentran con paquetes sin precinto donde faltan productos.

Existen bolsas que entrega la dictadura desde Caracas y otras que dependen de las gobernaciones regionales, es decir,  de la dictadura en chiquito. A una señora que conozco le llegó la suya, pero no a la puerta de su casa.  Después de pagar casi un mes antes prácticamente toda su pensión, tuvo que esperar al reparto a las puertas de un camión donde no faltaban los empujones que ella veía de lejos con vergüenza ajena. La desesperación era para recibir un paquete con los siguientes productos:

7 kg de harina de maíz

2 l de aceite de girasol

3 kg de arroz

1 kg de pasta

1 kg de caraotas negras

300 ml de salsa inglesa

150 ml de salsa de soja

300 ml de salsa de ajo

340 ml de mayonesa

350 ml de kétchup

Esa bolsa correspondía al mes de diciembre. Ahora la pregunta del millón de lochas: ¿Esto es suficiente para comer durante un mes? De un paquete de harina salen veinte arepas, lo que significa que son ciento cuarenta arepas que, por supuesto, no se rellenan con un solo kilo de caraotas. Las ciento cuarenta arepas dan para comer casi cinco cada día. Si una familia es de cuatro miembros, el desayuno está relativamente cubierto, la primera semana con relleno y las siguientes sin. El resto de los días la misma familia tiene para comer dos veces pasta, y once veces unos setenta gramos de arroz. ¿Son ideas mías o esto no es suficiente para vivir? Si les parece que la familia es numerosa, es importante recordar que en América Latina una familia de cuatro miembros no es precisamente lo que más abunda, al contrario, es lo que podría considerarse una pequeña y rara unidad familiar.

Creo que el recuento hecho en los últimos días no es difícil entender la causa de tanta desnutrición, tanta cola, tanta hambre. Lo peor es que para un sector de la población esta bolsa de miseria (repartida según la cantidad de amigos que tengan los responsables) es la única garantía de alimentos con la que cuentan, por lo que sin importar la repulsión que genere el régimen, siguen sintiendo miedo de que descubran que no votan a su favor durante las elecciones, ya que el control llega incluso a llamarles por teléfono o buscarles en su casa para asegurarse el voto «de agradecimiento».

Ayer llegó el CLAP, la bolsa con la que el chavismo materializa su “patria, socialismo o muerte”,  una muerte que se acelera haciendo realidad un proyecto fríamente calculado para acabar con un país.

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Gaínza

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Día 15: Habemus leche

 

Han pasado dos semanas desde que comenté por aquí la escasez de leche y azúcar que impide algo tan sencillo como desayunar con una cremosa taza de café con leche humeante y lleno de cariño. Durante estos días el cariño ha sido el mejor azúcar para los guayoyos de mi mamá, lo cual no ha impedido que cada vez que salimos de casa, todos busquemos leche.

No es una obsesión, pero casi. La leche no es un capricho para ponerle al café, es indispensable en las familias donde hay niños, de manera que cada quien hace lo que puede para encontrarla y rendirla al máximo. Cada vez que mantengo una conversación con alguien, extraño el momento en el que me ofrecen un cafecito con leche. Sé que mis interlocutores también, pero todos nos hacemos los locos y seguimos hablando.

Esta tarde estuve con alguien a quien conozco desde la adolescencia. Llevábamos rato hablando y nos provocó un café. Bajamos al cafetín del edificio donde nos encontrábamos y pedimos dos “blanquitos”. Recibimos por cuarenta mil bolívares (el veinte por ciento de la pensión de un jubilado) dos tazas de café con leche con la característica espuma que no necesita dibujos porque con las burbujitas basta. Las tazas venían así, a secas, sin platico porque “no había”, es decir, en la camarera no había ganas de lavar dos platos y la forma de evitarlo era no permitir que se ensuciaran. Obviamente no nos dieron sobre de azúcar, ni siquiera un bote con el cual echarnos un poquito. La desganada camarera preguntó si queríamos y ella misma se encargó de distribuir dos cucharaditas rasas entre ambas tazas.

Acompañamos el café con unas galletas que mi amiga traía en el bolso. Aquí ningún negocio llama la atención a un cliente por traer consigo algo que ellos no tienen disponible. Disfrutamos de la merienda en una cafetería que contaba seis personas (camarera y cajero incluidos), algo inimaginable en un lugar donde por lo general había que hacer piruetas para ser atendido porque la cantidad de clientes a cualquier hora era par a la barra de una discoteca un sábado por la noche.

Salí de la cafetería y me fui a la caza de alimentos en el supermercado. A día de hoy el kilo de pimentón (verde y con los días, más bien, las horas contadas) cuesta doscientos mil bolívares, la pensión de un mes de cualquier jubilado que tenga la suerte de agarrar número a las tres de la mañana en la puerta de un banco que no comienza a atender hasta las once. Allí los dejé asumiendo el riesgo de no volver a encontrarlos por debajo de ese precio. Di vueltas por el supermercado buscando algo de eso que no se consigue y temiendo que la cola me hiciera salir cuando ya no quedara ni rastro de sol.

¡Bingo, leche en polvo! Una sola marca, nada de escoger, eso es una suntuosidad absurda del capitalismo salvaje. Paquetes de novecientos gramos que engañan con la falsa ilusión de pagar doscientos setenta mil bolívares el kilo cuando en realidad son trescientos mil. Sí, trescientos mil bolívares. Vendían dos bolsas por persona y, como andaba acompañada, agarré cuatro que luego distribuimos entre los más cercanos. Cuando llevas algo así en el carrito, toca ponerle un montón de cosas encima para impedir que alguno meta mano y se lleve lo que probablemente haya desaparecido de los anaqueles, pues cuando encontré las mías, quedaba una treintena.

Cuando me acerqué con el precioso contenido a la cola para pagar que mi acompañante llevaba rato haciendo, podría pensarse que la misión había sido cumplida, faltaba una tontería: esperar a ser llamado, poner los productos, pagar e irse. Pero no, no es tan sencillo.

Después de una hora y tres minutos de espera, llegó mi turno. Las compras no deben superar los dos millones de bolívares, por lo que en caso de superar la cifra, hay que retirar productos que pasarán en otra operación que requiere identificarse con el número de documento de identidad, confirmar el nombre, pasar la tarjeta, colocar la huella dactilar, dar el tipo de cuenta bancaria, repetir el número de documento de identidad, confirmar el monto, insertar la clave y esperar que el sistema de pago funcione para no tener que empezar desde el principio con esa compra, ya que obviamente al pasar el pico que supere la cantidad antes señalada, hay que hacer todo de nuevo.

Una vez finalizado el pago, hay que tener a mano todos los tiques para que antes de salir del supermercado una persona constate que los productos de carrito y tique coinciden, coloque un sello y por fin se lleve a cabo el extraordinario fenómeno de un cliente abandonando un supermercado con los productos que acaba de pagar.

Alegría, algo de sol me esperaba en el estacionamiento. Mañana tomaré café con una leche que durará mucho menos que la rabia de vivir esto.

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Gaínza

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Día 14: No soy tu mami

 

Entre las cosas que más rechazo me generan desde hace unos años están los uniformes. No debería, porque usar uno para mí comporta que estoy haciendo lo que me gusta. Cada color tiene su significado y es fácil distinguir quién es quién según el lugar en el que uno se encuentre. Los uniformes son sinónimo de autoridad en un determinado contexto, pero en Venezuela hay unos cuántos que equivalen a delincuencia, crueldad, traición y muerte.

Andaba con dos amigas y nos tocaba meternos por una calle que ha sido cerrada por “seguridad”, pero no como la de ayer. Esta calle estaba “cerrada” con unos conos endebles como nuestras instituciones y sucios como la conciencia de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente. Al lado de uno de los extremos de la fila de conos estaba atravesada una patrulla de la policía municipal,  y parado por ahí se movía un policía solo y con actitud igual a la de cualquier malandro de los que uno se encuentra por la calle. La única diferencia era el uniforme.

El agente, que parecía más perdido que cucaracha en baile de gallinas, no paraba de mirar a los lados como si pensara que en cualquier momento era a él a quien iban a atracar. Detuvo el carro y con tono desagradable dijo que no podíamos seguir. Preguntamos cómo hacer para entrar al lugar si esa era la única entrada. Respondió con un simpático y razonable “porque no, mami” sin, por supuesto, dar opciones para poder salir de aquella ratonera que él había creado.

A ver, a ver, a ver, puedo pasar por alto la grosería del “porque no”, pero ¿MAMI? ¿Desde cuándo tengo cara de ser la mami de alguien? ¿A cuenta de qué un policía se permite llamar “mami” a una ciudadana? Les diré el motivo: porque sí y punto. En este país donde los tiroteos se dan entre agentes de guardia contra compañeros en sus horas libres, que llamen “mami” a una mujer carece de importancia para muchos. En el mismo lugar donde un uniforme parece ser suficiente justificación para robar teléfonos, meter mano, dar palizas o disparar a quemarropa, que me llamen “mami” se supone debo tomarlo como un gesto amable del baboso de turno, sea porque esta es su forma de negar indicaciones sobre cómo entrar a un lugar o de pedir que me apure dándole hasta los zapatos que llevo puestos.

Da igual el rincón del país y la situación en la que uno se encuentre, los venezolanos tenemos claro que topar con un agente uniformado (del rango o jurisdicción que sea) es hasta peor que encontrarse con un malandro, porque incluso cuando no están ocupados robando, violando o matando, la mayoría de ellos inspiran cualquier cosa, menos respeto. Y si bien es cierto que es muy común escuchar a desconocidos llamarse “chico” o “mi amor”, por más poder que tenga un cretino uniformado y por mucho que le ofenda mi reacción, que no espere silencio, yo no soy su “mami”.

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Independent

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Día 13: Calle cerrada

 

Han pasado trece días y todavía no he podido dedicarme a visitar a amigos ni familiares. Apenas he visto a un tío (producto de una encerrona de mi madre que echó por tierra cualquier plan para sorprenderlo) y a una prima que en este viaje fue mi cómplice.

Cada vez que coincide mi visita con la Navidad, me callo la fecha. No me gusta que sepan cuándo llego y tampoco cuándo me voy. Es una especie de promoción por tiempo limitado. Intento organizarme de la mejor forma posible y realizar visitas sorpresa. Sin embargo, esta vez es distinto, queda muy poca gente qué visitar, pues la mayoría se ha ido del país. Como he contado en varias ocasiones, estamos desparramados por el mundo, pero antes daba igual si el resto del año estábamos en Canadá, Italia, España, Argentina, etc., en diciembre todos coincidíamos en la casa de nuestros padres para celebrar la Navidad.

Resulta que este año son más los que se han ido que los que quedan. De hecho, muchos de los que viven este desastre son los padres, abuelos o hijos muy pequeños de quienes emigraron para poder ganar lo suficiente que permita llenar la nevera con algo más que jarras de agua. Si a las ausencias le sumamos la inseguridad, la falta de gasolina, las enormes colas en los supermercados y las interminables diligencias que ocupan el día de todos, las sorpresas se han reducido drásticamente y su lugar es ocupado por la tristeza de no saber cuándo volveré a ver esos rostros. Toca conformarse con el teléfono, pero eso ya lo hago a diario.

Una de las sorpresas frustradas fue cuando intenté ir la casa de un amigo al que siempre encuentro, no importa la hora. Él siempre está allí con una sonrisa encantadora que hace juego con su tímida mirada y su suave voz. Pasé por su barrio una tarde y en el carro di vueltas sin parar buscando por dónde entrar a su calle, una calle que me sé de memoria desde que tengo dieciséis años. No hubo forma de entrar, está blindada por todos lados y un impenetrable sistema de seguridad me impedía improvisar. Me quedé esperando a que llegara algún vecino para explicarle quién era y a quién iba a visitar, pero evidentemente nadie se fía de un vehículo desconocido y mucho menos si está estacionado esperando que se abra la puerta.  Tampoco era inteligente quedarme allí mucho rato, eso sería tentar demasiado a la delincuencia. Quedaba  la opción de llamar a mi amigo, pero además de arruinar la sorpresa, no tenía su número, nunca hemos sido de llamarnos con frecuencia, todo lo dejamos siempre a un abrazo un día cualquiera bajo una mata de mango y la mirada atenta de sus gatos.

Mientras se me ocurre un plan para entrar a la calle blindada, espero vencer el monopolio de las diligencias diarias y ver a toda la gente que quiero y todavía no se ha ido. Pero sobre todo, espero que pronto acabemos con esta tiranía asesina que sigue destruyendo nuestra tierra y nos ha obligado a vivir los momentos más catastróficos de nuestra historia.

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El Impulso

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Día 12: ¿A cómo está el dólar?

Mientras prácticamente en todo el mundo cientos de millones de niños se diviertían jugando con sus regalos de Navidad, en este rincón de América Latina una niña llamada Valeria, de apenas nueve años se ajustaba el cinturón para ir a casa de su mamá en compañía de su tía y dos amigas.

Cuando llevábamos unos diez minutos rodando, Valeria hizo la pregunta más común entre los venezolanos, pero la que jamás imaginamos podía pasarle por la cabeza a una criatura que apenas estudia cuarto de primaria:  –¿tía, a cómo está el dólar hoy?

Después de unos segundos de estupefacción y una sonrisa, le pregunté a la niña por qué quería saber lo que cuesta un dólar. Respondió que el  Niño Jesús le había traído uno y ella quería saber cuánto dinero tenía ahora.

Después de otra sonrisa y un cruce de miradas entre su tía y yo le dije que ese día el dólar costaba ciento doce mil bolívares.

–¿Y eso es mucho dinero?

–No, linda, eso aquí es nada para unas cosas, pero mucho para otras. Verás, con ese dólar puedes comprar medio cartón de huevos, o bueno, podrías comprar un paquete de cuatro Cocosettes y un refresco.

–Pero entonces no es mucho dinero.

–Claro que no, es poquito. Para que te hagas una idea, ese dólar que tienes es más que lo que gana una persona que trabaje aquí durante más de dos semanas.

–¿Esto? ¿Dos semanas?

–Sí, eso. Dos semanas.

–¿Entonces no puedo cambiarlos para tener dinero?

–Valeria, lo mejor que puedes hacer con ese dólar es guardarlo porque cada vez valdrá más. Todo lo que tengas ahorrado en dólares, sigue guardándolo, no lo cambies. En este momento no te va a servir de nada. Guarda ese dólar como un tesoro y separa tus ahorritos, usa los que tengas en bolívares, compra chucherías si quieres y deja los dólares para el futuro.

La niña  me miró con cara de “no era necesaria la clase de Economía” y luego sonrió diciendo que ahora sus ahorros eran en dólares.

–¡Valeria!

–¿Sí?

–Ni se te ocurra decir que tienes ahorros en dólares.

–Está bien.

Llegamos a mi destino y nos despedimos. Mientras ella se alejaba mirando por la ventana del carro, me puse a recordar qué cosas pensaba yo cuando tenía nueve años y cómo eran mis ahorros. Tenía un cochinito enorme, rosado (el color no lo escogí yo, calma), al que le metía todo lo que me sobraba de la merienda escolar. Mi papá todos los días paraba el carro en la puerta de la escuela y me daba un fuerte, un fuerte de verdad, una moneda grandota que valía cinco bolívares. Yo gastaba como mucho tres, siempre me quedaba suficiente para comprar chucherías, prestarle a mi hermano mayor cuando gastaba más y alimentar  la alcancía. Cuando llegaba diciembre era el momento de romper el cochinito, contar el dinero y hacer planes con esos ahorros. Me sentía rica aunque no tenía dólares, ni sabía lo que era un dólar. Mi moneda era el bolívar y ese era el que me importaba. Si juntaba muchas puyas, varios mediecitos o algunos reales (monedas de cinco, veinticinco y cincuenta céntimos) podía comprarme un helado o un puño de caramelos vaquita. El único problema que tenía era la no muy agradable cara del heladero cuando después de meterme de cabeza en el carrito para escoger mi Supertornado, le entregaba un montón de puyas. Mi mamá me mandaba caminando al banco con un recibo firmado y ciento veinte bolívares para pagar el préstamo con el que se había comprado la casa en la que vivíamos, una casa que costó doscientos veinte mil bolívares,  es decir, la quinta parte de lo que pagué hoy por una bolsa de plástico para meter la compra en el supermercado.

Valeria guarda su dólar con ilusión sin saber si pronto podrá contar a sus nuevas compañeras de clase que eso es lo que en su país gana una persona durante una quincena. Valeria comienza a entender que nació en una Venezuela arruinada de la que su familia comienza a salir para darle a sus primas una vida mejor. Todavía no lo sabe, sus padres aún no le han dicho que ella y su hermana son las siguientes.

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Wikipedia

 

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Día 11: Silencio

 

 

Los tiendas estaban cerradas, las calles solas, los vecinos encerrados en casa. No hubo algarabía ni música, tampoco mesas repletas de platos deliciosos ni comensales estrenando vestuario. No hubo cohetes, globos de deseos ni fuegos artificiales.

La estrechez paseaba casa por casa y se burlaba de los arbolitos con mucho espacio para regalos inexistentes. Los niños dormían con la esperanza de encontrar al día siguiente al menos una chuchería qué agradecerle al Niño Jesús. Las familias que tuvieron cena guardaron celosamente hasta la última miga para no desperdiciar lo que podría ser el alimento de un día entero.

No hubo visitas ni fiesta, no hubo cervezas y tampoco aguinaldos. El intento por disfrazar de alguna manera la Nochebuena más triste de nuestra historia degeneró en un hondo sentimiento de culpa por tener en la mesa lo que pocos habían siquiera visto a través de un cristal. La impotencia por no poder ayudar a todo el que lo necesita aumentó la amargura por esta injusta realidad tan distinta a la que se esperaba después de tanto trabajar.

Sólo un tenue rayo de esperanza iluminaba la mirada de los presentes que esperan seguir vivos, sanos y juntos la próxima vez para celebrar que por fin todo ha acabado. Brindaron con un refresco sintiéndose afortunados por la suerte de la compañía y de tener en el plato una hallaca recién hecha.  Todo en voz bajita por consideración a quienes no podían decir lo mismo. Abrieron el armario donde estaban escondidos los modestos regalos de los niños que sonrieron agradecidos la bondad del Niño Jesús y se fueron a dormir en medio de un desgarrador silencio jamás conocido hasta ahora en un país que en algún momento fue el más feliz del mundo.

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Gaínza

 

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Día 10: Como cochinos

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Una de las quejas más escuchadas cuando alguien conduce torpemente es “con cuidado, que no llevas cochinos”. La brusquedad al volante se nota especialmente en los asientos traseros, por lo que una descripción común sobre el conductor es “maneja ese carro como a un camión cargado de cochinos”.  Y no es que los animales merezcan ser maltratados, sino que popularmente aquí se entiende que quien lleva un camión cargado de cochinos no tiene la menor consideración al momento de pasar por policías acostados o evadir huecos en la carretera. Pasa y punto, da igual si la carga da un salto o se asusta.

La escasez que ahoga a Venezuela no se limita a alimentos o medicinas, es general. No hay neumáticos, repuestos para los vehículos y, en ocasiones cada vez más frecuentes, ni siquiera gasolina. Sí, lo que leen, en Venezuela no hay gasolina. El empeño del chavismo por engañar a no sé quién aumentando los salarios a cada rato a la vez que el país baja rodando sin frenos por el barranco de la inflación, obliga a los ciudadanos a desplegar su creatividad para alargar al máximo la vida útil de sus carros, pues al quedarse a pie sus opciones se reducen a ir caminando a cualquier parte o utilizar el destartalado y cada vez más insuficiente transporte público en el que viajar sin ser atracado es poco menos que un milagro.

A falta de autobuses y fortaleza en los pies para realizar trayectos que son insoportables bajo el espléndido sol caribeño y el hambre reinante en las tripas, los venezolanos se las arreglan como pueden para poder trasladarse de un lugar a otro, y eso incluye ir en camiones de cochinos o verduras apretados como pueden o sujetos como arañas. Les llaman “Transbaranda” en honor a esos trozos de madera a los que se sujeta la vida de quienes necesitan como sea llegar a alguna parte.

Da dolor ver en los distribuidores a personas metidas en jaulas de metal que huelen a estiércol. Guardo la denigrante postal en mi mente como la fiel imagen de esa materia fecal llamada chavismo, que con el cuento de hacer justicia social trata a los ciudadanos peor que a los pobres cochinos y convirtió al país en un enorme chiquero del que muchos huyen, otros se resignan y, lo peor, donde todavía algunos disfrutan revolcándose.

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Día 9: La burbuja

 

A cuatro kilómetros (y unos diez años de distancia) del centro de la ciudad está una pequeña burbuja, en ella se escuchan gaitas al entrar, sirven refresco, cerveza, café o cualquier bebida que le apetezca a los clientes que quieren comprar carne.

La abundancia es abrumadora: neveras llenas de los mejores cortes de carne de ternera y cerdo, también hay pollo, charcutería y hasta aguacates. Hay cola, cómo no, pero la espera normal de una carnicería normal con un número y unos tres o cuatro clientes por delante. Una carnicería de las que todos conocíamos en este país y que ahora son más bien un recuerdo de tiempos que parecen tan lejanos que duelen en la memoria. En esta excepción los empleados atienden contentos, hay hilo musical acorde a la fecha, y por un momento uno se traslada a diciembre de 1998, ese en el que Venezuela votó por el inicio de la desgracia que lleva casi veinte años vapuleánola.

La atención y los productos son de primera calidad, la espera no es desagradable y, por supuesto, eso se paga, caro. Un kilo de carne de ternera, uno de cerdo, un trocito de tocino y una pechuga de pollo se convierten de pronto en poco más de novecientos mil bolívares, casi cinco salarios mínimos que evidentemente están al alcance de los clientes. Una de ellas dice saber que esta carnicería es mucho más cara que otras de las de ahora, pero por lo menos hay de casi todo, no tiene que humillarse haciendo cola desde la madrugada y tampoco se arriesga a que por ahorrarse algo de dinero, termine perdiendo todo lo que tiene si la atracan o se desata una estampida.

En la burbuja el ambiente es tan absorbente que los clientes permanecen mucho más tiempo del que les toca. Bromean, campanean el vaso y hablan de béisbol. Es una especie de válvula de escape, una forma de evasión para olvidar la porquería que consume al país. Entre los presentes está un famoso diseñador, personas anónimas y, por supuesto, no falta uno de esos que un día se fue a la cama hablando de revolución y justicia social, pero al siguiente se levantó millonario de franela roja. Nadie habla de política, todo el mundo va centrado en su objetivo: carne para las hallacas, para la parrilla o para el consumo diario. Los conocidos nos saludamos con una sonrisa, las caras nuevas también se notan y mientras estoy pagando, veo a uno de tantos testaferros despilfarrando el dinero que debería verse en las calles, en las manos de los ciudadanos, en escuelas, hospitales y autopistas. Se mueve con petulancia, pero no es capaz de sostener con su mirada el desprecio que se me sale por los ojos. Siento náuseas, pero no son consecuencia del casi imperceptible olor a carne cruda o a piel de pollo. Se aleja, sabe que es él quien huele a podrido. Afortunadamente ya mi pedido está listo y puedo irme.

Al salir de la burbuja la realidad me estalla en la cara: aquella estupenda calle llena de terrazas donde se pasaba la tarde entre amigos que luego cenaban juntos y se iban de fiesta, ya no es lo que fue. Casi no hay tráfico y los pocos negocios que se mantienen alrededor están cerrando. Queda un hilo de luz y el sol se despide oscureciendo la ciudad en la que antes el tráfico navideño era una fascinante locura. Nada importaba porque todos nos divertíamos, había de lo que queríamos, teníamos todo el tiempo del mundo para ir de compras ajustadas a nuestro presupuesto, podíamos tomar algo, visitar a los amigos, cenar, bailar y terminar la fiesta en la playa, no sin antes haber parado a desayunar empanadas de cazón.

Subo rapidito al carro y desaparezco pendiente de los retrovisores, llego a casa y aviso a mis acompañantes que estoy a salvo. Debí quedarme más rato en la burbuja disfrutando la ilusión de tener un país como el de antes, pero eso habría empeorado el estruendoso estallido que me gritaba: quien vive de ilusiones muere de desengaño.

Foto:

Aaron Greenwood

 

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