Día 12: ¿A cómo está el dólar?

Mientras prácticamente en todo el mundo cientos de millones de niños se diviertían jugando con sus regalos de Navidad, en este rincón de América Latina una niña llamada Valeria, de apenas nueve años se ajustaba el cinturón para ir a casa de su mamá en compañía de su tía y dos amigas.

Cuando llevábamos unos diez minutos rodando, Valeria hizo la pregunta más común entre los venezolanos, pero la que jamás imaginamos podía pasarle por la cabeza a una criatura que apenas estudia cuarto de primaria:  –¿tía, a cómo está el dólar hoy?

Después de unos segundos de estupefacción y una sonrisa, le pregunté a la niña por qué quería saber lo que cuesta un dólar. Respondió que el  Niño Jesús le había traído uno y ella quería saber cuánto dinero tenía ahora.

Después de otra sonrisa y un cruce de miradas entre su tía y yo le dije que ese día el dólar costaba ciento doce mil bolívares.

–¿Y eso es mucho dinero?

–No, linda, eso aquí es nada para unas cosas, pero mucho para otras. Verás, con ese dólar puedes comprar medio cartón de huevos, o bueno, podrías comprar un paquete de cuatro Cocosettes y un refresco.

–Pero entonces no es mucho dinero.

–Claro que no, es poquito. Para que te hagas una idea, ese dólar que tienes es más que lo que gana una persona que trabaje aquí durante más de dos semanas.

–¿Esto? ¿Dos semanas?

–Sí, eso. Dos semanas.

–¿Entonces no puedo cambiarlos para tener dinero?

–Valeria, lo mejor que puedes hacer con ese dólar es guardarlo porque cada vez valdrá más. Todo lo que tengas ahorrado en dólares, sigue guardándolo, no lo cambies. En este momento no te va a servir de nada. Guarda ese dólar como un tesoro y separa tus ahorritos, usa los que tengas en bolívares, compra chucherías si quieres y deja los dólares para el futuro.

La niña  me miró con cara de “no era necesaria la clase de Economía” y luego sonrió diciendo que ahora sus ahorros eran en dólares.

–¡Valeria!

–¿Sí?

–Ni se te ocurra decir que tienes ahorros en dólares.

–Está bien.

Llegamos a mi destino y nos despedimos. Mientras ella se alejaba mirando por la ventana del carro, me puse a recordar qué cosas pensaba yo cuando tenía nueve años y cómo eran mis ahorros. Tenía un cochinito enorme, rosado (el color no lo escogí yo, calma), al que le metía todo lo que me sobraba de la merienda escolar. Mi papá todos los días paraba el carro en la puerta de la escuela y me daba un fuerte, un fuerte de verdad, una moneda grandota que valía cinco bolívares. Yo gastaba como mucho tres, siempre me quedaba suficiente para comprar chucherías, prestarle a mi hermano mayor cuando gastaba más y alimentar  la alcancía. Cuando llegaba diciembre era el momento de romper el cochinito, contar el dinero y hacer planes con esos ahorros. Me sentía rica aunque no tenía dólares, ni sabía lo que era un dólar. Mi moneda era el bolívar y ese era el que me importaba. Si juntaba muchas puyas, varios mediecitos o algunos reales (monedas de cinco, veinticinco y cincuenta céntimos) podía comprarme un helado o un puño de caramelos vaquita. El único problema que tenía era la no muy agradable cara del heladero cuando después de meterme de cabeza en el carrito para escoger mi Supertornado, le entregaba un montón de puyas. Mi mamá me mandaba caminando al banco con un recibo firmado y ciento veinte bolívares para pagar el préstamo con el que se había comprado la casa en la que vivíamos, una casa que costó doscientos veinte mil bolívares,  es decir, la quinta parte de lo que pagué hoy por una bolsa de plástico para meter la compra en el supermercado.

Valeria guarda su dólar con ilusión sin saber si pronto podrá contar a sus nuevas compañeras de clase que eso es lo que en su país gana una persona durante una quincena. Valeria comienza a entender que nació en una Venezuela arruinada de la que su familia comienza a salir para darle a sus primas una vida mejor. Todavía no lo sabe, sus padres aún no le han dicho que ella y su hermana son las siguientes.

Foto:

Wikipedia

 

Yedzenia Gainza

http://www.yedzeniagainza.com

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