17 de febrero, 2019
Cuarenta
El 14 de febrero cumplí cuarenta años, una edad a la que desde niña pensé que no llegaría. Tal vez porque me parecía algo tan lejano como el año 2000, cuando según los predicadores que daban lata los domingos por la mañana se supone que se acabaría el mundo. Yo no podía pensar en llegar a los cuarenta años cuando estaba ocupada en plena adolescencia mirando fijamente a los ojos de ese profesor de Filosofía que tanto me gustaba. Él que con esa voz pausada me obligó a sacar las mejores notas de todo el bachillerato y al que me encantaba rebatirle los ejemplos de comparativos en inglés con un “The Beatles are not better than The Rolling Stones, they are just different.” Cuando eres chama creces a tal velocidad que no haces planes tan a largo plazo (si es que haces planes). Casi no da tiempo a notar cómo tu cuerpo empieza a formar curvas, aunque sean discretas. Y vas así, a toda mecha como Alicia Silverstone en esa moto que termina tirada porque ciertas cosas es mejor hacerlas en avión. Si sabes quién es Alicia Silverstone, recoge tu cédula, yo espero.
Los años de miradas cómplices con chicos mayores que yo, de pelo largo y zarcillo que no gustaban a mis padres (cosa que los hacía aún más fascinantes, a los chicos, claro) contrastaban con las rutinas de tacones y perlas por la mañana y pies descalzos atravesando la ciudad al salir del cine casi a medianoche. Era imposible prever que el resentimiento de un niño malcriado con envidia por no haber recibido en Navidad el mismo carrito de juguete que su vecino, diezmaría parte de los mejores años de mi generación, arrasaría mi país desgarrándome el alma cada vez que alguien hacía las maletas para volver “cuando esto se acabe”. Media vida bajo la sombra del chavismo que, incluso a miles de kilómetros amenazaba cada minuto, pues hasta en aquellos momentos en los que el amor me sorprendió sujetándome por la cintura para robarme el beso que estaba dispuesta a entregar sin oponer la menor resistencia, el chavismo estaba allí, acechando, listo para atacar en forma de algún tipo de atropello, de algún tipo de desgracia. Listo para romper sueños y hasta mandar al carajo una inolvidable mañana en Portofino.
Media vida bajo una sombra que he burlado de todas las maneras imaginables, algunas con más éxito que otras, evidentemente. Y sí, tengo cuarenta años, no estoy casada, no tengo hijos, no tengo novio, no tengo hipoteca, casa y tampoco tengo deudas. Porque no quiero, no me gustan los cobardes y porque lo más importante siempre debe ser hecho porque así lo deseas, no porque los demás lo esperan o crean que lo necesitas. No pretendo que alguien me mantenga, no pienso en quién me cuidará cuando sea anciana, no sé si llegaré a anciana. No quiero tener un hijo para ver cómo me cambia la vida ni para convertirme en “mejor persona”. La maternidad no es garantía de nada. No cabe duda de la cantidad de sujetos despreciables que en nuestro mismo país vive con una prole que no les hace precisamente mejores seres humanos. Si eso es ser egoísta, ni modo. Yo creo que es más egoísmo juntarse para no estar solo, tener un hijo para solucionar una crisis de pareja o porque los demás lo tienen, tener otro porque uno es poco, vivir con alguien con quien no eres feliz y aparentar lo contrario. Usar a los muchachitos como moneda de cambio para obtener algún beneficio, eso sí es egoísmo. Mi opción no es mejor ni peor que otras, es diferente.
Nací sin el gen de montarme películas por un calentón después de varias copas de vino, ni el de sacrificar amigos por amantes. Voy a las fiestas acompañada de mi bolso de turno, sin sentirme culpable, fracasada, ni merecedora de lástima o de encerronas con hombres ofertados en saldo por internet. Son cuarenta años que no me pesan cuando me veo al espejo. No tengo cirugías, no me inyecto nada para parecer más joven, no escondo mi edad ni me ofende la de los demás. No me sorprenden las modas porque la mayoría son sólo un déjà vu, lo que mi abuela llamaría “más viejas que zapato de orejita”. Huyo de esas ridículas fiebres gastronómicas cuyos seguidores dan ternura cuando pretenden dar a conocer su infinita sabiduría sobre qué es una panela o las propiedades de aguacates que se encogerían de vergüenza al ver uno de verdad. Con mis propias manías (que no son pocas) hasta yo tengo bastante. No hago pilates, ni zumba, ni corro por ahí. Voy al gimnasio cuando no tengo flojera, cuando entro en pánico porque algún trapo se ajusta más de la cuenta, cuando no me quedo enganchada al televisor o sencillamente cuando recuerdo que no es gratis. No cuento calorías cuando voy al supermercado, sino minutos de placer, nunca prefiero el chocolate a la pasta, ni una discoteca a un concierto. Siempre hago las cosas al revés: no estudié y luego me puse a trabajar, me puse a trabajar y luego estudié y trabajé a la vez. Si se me antoja, pido de postre un entrante. En lugar de estar frente a la cámara, prefiero estar detrás, ahí, donde se toman las decisiones, donde se manda.
No me importa ir al teatro, comprar, viajar ni dormir sola. De hecho, la mejor parte de la noche es cuando me doy vuelta y puedo seguir rodando hasta la otra punta de la cama. No creo que por ser mujer tenga la verdad en mis manos ni que tener ovarios sea razón para que la ley se incline a mi favor. No acepto lecciones de feminismo de gente que no sabe hacerse escuchar sin necesidad de quitarse la camiseta o que no tuvo el valor de rebelarse ni siquiera en su propia casa. No creo en los que hablan de democracia pero cuando pierden una votación para secundar una huelga, piden repetir porque si no, les toca ir a clase. Tampoco pierdo el tiempo escuchando hablar de “sororidad” a mujeres que juzgan a otras porque usan tacones de diez centímetros o van perfectamente maquilladas, como si eso quitara el derecho a opinar. No permito que ningún hombre me haga sentir que valgo menos que él.
Tengo cuarenta años, no pido permiso ni doy explicaciones, aunque tampoco lo hacía con veinte. Aún no he hecho la gran fiesta que imaginaba desde los treinta y nueve, ni siquiera he podido reunir a los más cercanos para comer churros. Así que he decidido ser discreta y seguir como si nada, acumulando motivos. Dicen que realmente eres mayor cuando das importancia a los médicos, y tal vez sea verdad. De modo que no sé cuánto me quede de salud, pero con que me alcance para ver a mi país libre será suficiente para tirar la casa por la ventana, juntando los cuarenta de muchos con los reencuentros de otros y, sobre todo, con la libertad de todos. No importa que no haya espumoso, con guarapita de parchita también se brinda.
Tengo cuarenta años y el chavismo me ha robado veinte. Nunca supe cuánto faltaba para que esto acabara, pero ahora más que nunca estoy convencida de lo cerca que está el momento de ver a los asesinos salir del poder y terminar sus días en una cárcel. Valencia, ahí voy para verlo contigo rodeada de verde y de tu cautivador olor a tierra mojada.
Fotos:
Gaínza
Ricardo Gómez Ángel (unsplash)
Eres de pluma y mano especial, pues siempre aciertas o como dicen en nuestra tierra, «siempre das en el clavo» te quiero mi bella Yedzzy.
muy interesante tu articulo,espero que algun dia no muy lejano,me invites a tu gran fiesta y si no es muy lejos,poder estar todavía para asistir y si algún día vienes a visitarme te invitare a comer churros con chocolates,aún así también espero celebrar la Libertad de nuestra Patria querida y que hermoso seria celebrarlo juntas,aunque por motivos de distancia lo veo muy poco probable,me gustó mucho tu articulo.Felicidades.
Me he quedado enganchada un buen rato leyendo tus líneas . Eres muy original , auténtica muy tu . Una preciosa peli roja a la que recuerdo muy bonito sigue siendo tú siempre así eres feliz .