El marido perfecto, el padre perfecto, el vecino perfecto, el empleado perfecto, el cliente perfecto, el feligrés perfecto, el visitante perfecto, el amigo perfecto, el hijo perfecto, el cocinero perfecto, el jugador perfecto. El ciudadano perfecto, el ayudante perfecto, el contribuyente perfecto, el paciente perfecto, el sobrino perfecto, el pasajero perfecto, el nieto perfecto, el conductor perfecto, el compañero perfecto, el primo perfecto, el admirador perfecto…
En casa:
¿Adónde vas? Vistes como una puta. ¿De dónde vienes? ¿Con quién estás? ¿Para qué vas a salir? Déjame ver el tique. El cambio está incompleto. Esta no es la marca que te pedí. No haces nada bien. ¿No ves que ya eres una vieja? Cállate, sólo dices estupideces. Estás gorda. ¿Para qué vas a estudiar? ¿Vas a gastarte en universidad el dinero de los niños? ¿Vas a conducir? Pero si no eres capaz, acabarás matando a alguien. Demasiado corto. Demasiado estrecho. Demasiado color. Pareces un cadáver. Demasiado maquillada. ¿Qué haces en la calle? ¿Qué amigas son esas? ¿Por qué te arreglas tanto? ¿Qué van a pensar de mí? Vale, monta una empresa… Pero si te va mal nos dejarás a todos en la calle. Te irá mal, no sabes hacer nada. ¿Cómo que te vas? ¡Nos casamos por la Iglesia! Eso no se hace. ¿Acaso te acuestas con otro? La niña es mayor de edad, pero al pequeño no te lo llevas. Entonces nos abandonas. Me dejas después de 20 años de matrimonio, ¡vaya ejemplo de madre! ¡Llévate lo que quieras! ¿Para qué necesitas dos platos? ¿Piensas tener invitados? ¿Dos vasos? ¿No ibas a vivir sola?
Y mientras…
El admirador perfecto, el primo perfecto, el compañero perfecto, el conductor perfecto, el nieto perfecto, el pasajero perfecto, el sobrino perfecto, el paciente perfecto, el contribuyente perfecto, el ayudante perfecto, el ciudadano perfecto. El jugador perfecto, el cocinero perfecto, el hijo perfecto, el amigo perfecto, el visitante perfecto, el feligrés perfecto, el cliente perfecto, el empleado perfecto, el vecino perfecto, ¿el padre perfecto?
La multitudinaria manifestación que se vivió en Caracas el primero de septiembre de este año pasará a la historia. Ha levantado ampollas no sólo en las filas del régimen que pone todo tipo de obstáculos para impedir el referéndum revocatorio al que tenemos derecho los venezolanos, sino que traspasó las fronteras hasta esos países donde debido a la cantidad de dinero público que les ha engordado los bolsillos, más de uno se cree con la potestad de decidir quién tiene derecho a qué en nuestra tierra.
Los tarifados españoles (y algún que otro rezagado por ahí) además de manipular con publicaciones igual que Diosdado Cabello –un elemento que no tiene tamaño para la vileza que alberga dentro de sí– se han permitido calificar de golpismo una manifestación pacífica de ciudadanos que exigen el cumplimiento de un derecho constitucional.
Los de siempre no soportan que el pueblo mande. En Venezuela hay un pueblo despierto, calle que no se deja engañar. pic.twitter.com/7QnJrpFeH4
¿Por qué cuando ustedes rodean el Congreso de los Diputados son ciudadanos indignados y cuando los venezolanos marchamos por las calles de Caracas somos golpistas?
¿Por qué cuando ustedes protestan contra el gobierno se trata de “gente normal haciendo política” pero si lo hacemos nosotros se trata de “hostigar al presidente”?
¿Por qué son presos políticos los que durante medio siglo asesinaron a más de ochocientas personas y Leopoldo López que encabezó una manifestación sin haber tenido armas en la mano sí es terrorista?
La libertad de Otegi es una buena noticia para los demócratas. Nadie debería ir a la cárcel por sus ideas
— Pablo Iglesias (@Pablo_Iglesias_) 1 de marzo de 2016
¿Por qué cuando ustedes crean desde las entrañas de una universidad pública un partido para cambiar “la casta” que hasta entonces constituía la vida política española son regeneración y nosotros por querer cambiar la casta narcomilitar que pudre nuestras instituciones somos fascistas?
¿Por qué cuando ustedes hablan de los índices de pobreza, desigualdad y la tasa de paro en España son “la gente” harta de la crisis, pero nosotros cuando protestamos por la escasez de alimentos y medicinas somos manipuladores de la derecha?
¿Por qué cuando ustedes hacían campaña electoral en los actos de Tsipras era por solidaridad con el pueblo griego y cuando un candidato a la presidencia del gobierno de España va a Venezuela (por electoralismo o no, me da igual en este momento) a mostrar al mundo la miseria en la que está sumida mi país es injerencia?
¿Por qué cuando hablan de la cantidad de personas que dependen de las ayudas sociales o de las instituciones caritativas son demócratas, pero cuando nosotros hablamos de la gente que se está muriendo en los hospitales por falta de comida o medicinas somos golpistas que queremos desvirtuar los logros de la revolución?
¿Por qué en España es “represión brutal” que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado garanticen que las manifestaciones no degeneren en violencia, pero en Venezuela el uso de gas pimienta es “intervención del equipo de resolución de conflictos del Ministerio del Interior”?
¿Por qué cuando salen los antidisturbios con pelotas de goma a la calle son catalogados de matones al servicio de los ricos, pero cuando la Guardia Nacional Bolivariana dispara CON BALAS DE VERDAD a la cabeza de los manifestantes no?
¿Por qué en España llevarse detenidos a algunos asistentes a manifestaciones y someterlos a un juicio con todas las garantías que proporciona el Estado de Derecho es dictadura, pero cuando los venezolanos son secuestrados o detenidos, torturados, hacinados a 15m bajo tierra y sometidos a juicio sin las más mínimas garantías sí es democracia?
¿Por qué los jueces que aplican las leyes en España son corruptos, pero los que violan la Constitución en Venezuela no?
¿Por qué los españoles que emigran lo hacen para buscar las oportunidades que su país no les ofrece, pero los venezolanos lo hacen porque son ricos y quieren disfrutar de su dinero en el extranjero?
¿Por qué ustedes sí se creen con derecho a abrir la bocota cada vez que los venezolanos levantamos la voz contra el régimen de Chávez en su momento y ahora de Nicolás Maduro, pero nosotros no podemos criticar en España la cantidad de dinero público que han cobrado ayudando a crear la debacle que arruinó a uno de los países más ricos del planeta?
¿Por qué nos piden dialogar con quien no nos gusta en el poder mientras ustedes en lugar de hacer lo mismo, fuerzan elecciones una y otra vez con la esperanza de que algún día engañen al número de incautos necesarios para hacerse con la Presidencia del Gobierno?
Yo se los voy a decir: ustedes sí y nosotros no, porque a fin de cuentas con ir, aplaudir un rato, cobrar (en moneda extranjera, claro) y luego lamer pies con el Atlántico en medio es un gran negocio. Ustedes sí y nosotros no, porque ustedes y sus familias viven tranquilamente bajo el manto seguro que les proporciona la imperfecta pero democrática España. Ustedes sí y nosotros no, porque quienes tienen que verse las caras todos los días con la violencia, el hambre, los hospitales destrozados, la amenaza y la manipulación constante son los venezolanos.
Si lo que es bueno para el pavo también lo es para la pava, ¿qué les hace creerse superiores para con una mano reclamar a su propio gobierno eso a lo que creen que tienen derecho y con la otra calificar de fascistas, golpistas, terroristas, y un lamentable etcétera a los ciudadanos que en otras latitudes reclaman lo que ustedes –SÍ, USTEDES– ayudaron a arrebatarles?
Todo perro pelea para que no le quiten el hueso, es normal que les asuste el fin de un régimen que ha dilapidado el dinero de los venezolanos manteniendo a sanguijuelas que tienen diferentes conceptos de democracia tan oportunistas como el cálculo de sus cuentas personales y el rédito electoral les consiente.
Los venezolanos que sufrimos lo que pasa en nuestra tierra y pagamos impuestos en España (los que corresponden y cuando toca, no cuando están a punto de echarnos el guante) o cualquier otro lugar, tenemos derecho a interpelar a cuanto sinvergüenza se haya lucrado con nuestro dinero. Y si no les gusta, con no haber ido a nuestro país a asesorar a los expoliadores era suficiente. Así que aguanten su chaparrón en silencio y vayan buscando otros pendejos a quien venderles el humo. En Venezuela el 1º de septiembre de 2016 una gran cantidad de venezolanos que cree en la democracia de verdad cada vez está más cerca de cortarle el grifo a los corruptos que nos gobiernan y a los que se han enchufado a lo largo de estos años.
Ustedes sí porque mienten, nosotros no porque les quitamos la careta.
Nadie lo había notado, nadie se dio cuenta pero hacía un año de aquella pesadilla. El sol había salido y vuelto a ocultarse 366 veces desde aquella vez en que mientras en algún rincón del mundo el hombre de su vida celebraba su cumpleaños, ella estaba a merced de otro recibiendo una paliza como si se tratara de una piñata. Como en muchos casos no tuvo marcas en la cara, esas que delatan enseguida al maltratador y que son difíciles de explicar a quien las nota.
Pasó una semana encerrada en su habitación, comía de vez en cuando alguna manzana y aprovechaba para ir al baño cuando el agresor estaba fuera de casa. No tenía adonde ir ni tenía familia cerca, todos sus amigos estaban de vacaciones fuera de la ciudad. Tampoco tenía ahorros ni trabajo. Se tomó fotos de las lesiones pero no se atrevió a ir al hospital ni a la policía. Le daba vergüenza que ella, una mujer joven, lista, guapa, tuviera que pasar por semejante humillación. Pensaba que al verla no la iban a acoger en ningún centro y que una vez allí su vida se hundiría cada vez más. Pensaba en todas las mujeres que después de dar el paso igual habían terminado en el cementerio. Pensó que era mejor guardar silencio y no ser una de ellas.
Habló con tres hombres por teléfono, los tres le dijeron lo mismo: “sal de allí inmediatamente”, pero poco más pudieron hacer. Todos vivían a muchos kilómetros de distancia, dos de ellos la escucharon desahogarse y otro le pidió que no le contara más si no denunciaba. Los tres entendían que la situación era difícil para ella. Sin embargo, a pesar de tener un millón de motivos para denunciar la que no era la primera paliza, ella no lo hizo. Se echó a llorar, le dolía todo el cuerpo, sentía el eco del dolor en el cuero cabelludo. Le costaba caminar y al hacerlo recordaba cómo el animal la había tirado por los tobillos y luego le había apretado tan fuerte los pulgares de los pies que perdió las uñas. Esas cosas no se ven, nadie las ve.
Poco a poco todo volvió a la “normalidad”, ella seguía soñando con que en alguna parte del mundo sonreía el hombre que nunca le levantaría la mano, el que aún conociéndola probablemente no sospechaba que ella hubiera pasado por algo así.
Explosiones, gritos, llanto… Eso es lo que hemos escuchado en los últimos días.
Amenazas, historias, condolencias… También muchas estupideces.
Cuando la barbarie se empeña en bombardear de dolor nuestras vidas, en sembrar el miedo y la paranoia, queda mucho más por hacer que por decir.
Que se acaben las pataletas en los aeropuertos porque hay que pasar repetidas veces el escáner, que se acaben las protestas cuando se le pide el documento de identidad a un menor. Que cesen los insultos al personal de tierra cuando se niega a facturar la maleta que un pasajero acaba de recibir de alguno que “le pide un favor” en la fila. Que se acaben los motines en un avión cuando se genera un retraso debido a que hay una maleta en bodega pero el pasajero no se presentó al embarque. Que se acaben los “esto es una estupidez, una pérdida de tiempo”.
Que se acaben los groseros que se niegan a colaborar para mantener la seguridad de todos, los que piensan que la barbarie del terrorismo les perdonará la vida si hay oportunidad. Que se acaben los políticos oportunistas e hipócritas que por un lado enaltecen asesinos mientras por el otro –y para buscar más votos– prefieren observar cómo los demás intentan hacer algo contra esta plaga.
Que se acabe tanta muerte, tanto dolor, tanto culpar a una raza o una religión como si todos fueran responsables de la despiadada acción de unos pocos.
Que la esperanza consiga colmar el agujero que se ha abierto en el alma de los dolientes.
Cuando las cosas son extraordinarias parece que tienen más valor, el no encontrarlas fácilmente las hace únicas, y quien las vive o las posee –si es lo suficientemente sensible e inteligente– las atesora.
Charles Dickens dijo que el hombre es un animal de costumbres –parece que no hace falta demasiado para demostrar que tenía razón–. Es muy sencillo acostumbrarse a las cosas buenas… Y a las malas. Pasa en todo, por ejemplo en las relaciones algunos se habitúan a las múltiples manifestaciones de amor hasta el punto de asumirlas como “normales” y en consecuencia dejar de valorarlas por lo que realmente representan: la belleza infinita del amor, un amor que con el tiempo pasa desapercibido pero que deja un enorme vacío cuando se va. No es hasta el momento de la ausencia cuando aparece la profunda sensación de pérdida con el famoso “nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde” abofeteando de realidad al menosprecio por costumbre.
En los lugares hermosos se distinguen perfectamente a los locales de los visitantes porque mientras los últimos caminan hipnotizados por la magnificencia que los circunda, los primeros a través de la inercia la han interiorizado tanto que incluso se sienten parte de ella. La costumbre es muy amiga de la vanidad y ya sabemos que la vanidad no es de fiar.
Es lamentable ver cómo la rutina día a día mata la capacidad de asombro: los amores profundos e inmensos pasan a ser amores sin más, las maravillas son solamente un elemento con el cual sentirse superior al resto sin siquiera saber qué las llevo a ser tales, cómo surgieron, cómo es que siguen donde están. El beso de los buenos días pasa a ser un simple hola, una mirada, o a veces ni lo uno ni lo otro. Se cree entonces que eso que es nuestro lo es porque sí y que no es necesario hacer nada para darle un nuevo sentido e intentar merecerlo cada mañana.
Hasta aquí esto no es más que una modesta reflexión sobre el amor verdadero y el valor que le damos o no según se haya extendido en nuestro interior el virus de la vanidad. Sin embargo, hay una parte mucho más peligrosa, mucho más preocupante y dolorosa por lo que significa para muchos. Esa parte de nuestra vida que no apreciamos porque somos incapaces de imaginar que millones de personas viven sin eso que forma parte de nuestros días.
Dicen que los pesimistas siempre tienen razón, pero los rebeldes son conocidos precisamente por llevar la contraria. Allá donde van todos es justamente donde ellos no quieren ir, eso que hacen todos es lo que los rebeldes se niegan a hacer… Se pasan la vida buscando cosas nuevas o viviendo las de siempre, pero a su manera.
Algunos se enamoran a cada rato, otros pocas pero de verdad, una verdad que hace verlo todo bonito, que va más allá de lo que sus ojos pueden alcanzar. Esa que les hace caminar con una sonrisa porque solamente ellos saben lo que están sintiendo, la que los despierta a medianoche con un nombre en sus pensamientos, la que no sabe decir adiós cuando se va.
Pero llega un momento en el que se posa sobre los rebeldes una nube gris grande como la incertidumbre a la que intentan no dar importancia mientras caminan ignorando el estruendo de los truenos y demostrándole a los relámpagos que el miedo no es un obstáculo. Allí comienza la lucha, la nube descarga sobre los rebeldes toda su fuerza al tiempo que ellos continúan caminando sin quejarse de las llagas que sangran en sus pies por más que el dolor les recuerde que allí están. Aguantan uno, dos, tres, cuatro inclementes aguaceros de los que inundan hasta el alma empapando los sueños y las ganas de vivir. Hasta los más fuertes se resienten, se detienen entonces y se preguntan si vale la pena rebelarse, si vale la pena luchar contra el invierno y otras adversidades para seguir un camino cuyo final a lo mejor se borró haciendo su destino inalcanzable a pesar de lo cerca que parecieran estar de él. Dejan caer los brazos, miran hacia atrás todo el recorrido, hacen un repaso por los años de trabajo para llegar hasta donde están ahora, buscan en la banda sonora de su vida alguna canción que les haga sentir un poco de optimismo, pero los truenos abruman, los relámpagos ciegan y la rendición acecha esperando que la belleza de un lugar único pierda valor. De nada sirven las palabras de ánimo que dándole más o menos trascendencia al cansancio tratan de evitar que la frustración se haga con el poder y los rebeldes vuelvan al mundo de los que se rinden, de los que terminan dejándose llevar por la corriente.
Después de exprimir la ropa, sacudir las botas, curar las heridas… Apareció la canción y poco a poco dejó de llover. De pronto las nubes oscuras dieron paso a un cielo más amable y dulcemente todo empezó a mejorar. Salió un espléndido y maravilloso sol que dejaba casi sin efecto al invierno que paulatinamente va desapareciendo. Todo vuelve a su lugar, los rebeldes se extienden ante el astro rey y se dejan besar por él recuperando la energía necesaria para abrirse camino ante una multitud de resignados, porque los males no son eternos y ningún invierno es lo suficientemente largo ni frío como para impedir que nazcan las flores, las mismas que agradecen la lluvia para poder vivir y llenar al mundo de optimismo… El perfume de la vida.
Hoy es uno de esos días en los que mucha gente pasa desapercibida.
Mientras las tiendas colapsan ante las compras de último minuto, las peluquerías dan número como si se fuera a comprar pescado y los hornos trabajan a todo tren, parece que todo fuera diferente. Y aunque para muchos lo es, para otros pasa como si se tratara de un día más. La diferencia está en que muy pocos lo notan.
Detrás de la algarabía, los zapatos, los regalos, las uvas, el brindis, la moneda de la suerte, la maleta lista, la nostalgia, los buenos propósitos, la cena, el alcohol, los cohetes, las sonrisas y las lágrimas, hay millones de personas trabajando para que otros puedan disfrutar de la llegada de un nuevo año.
Operadores del teléfono de emergencias, auxiliares de vuelo, pilotos, agentes de facturación, maleteros, controladores aéreos, policías, bomberos, médicos, enfermeros, camilleros, paramédicos, conductores de autobús y metro, camareros, obreros, farmaceutas, vigilantes, recepcionistas, botones, taxistas, cocineros, ayudantes de todo tipo, camarógrafos, barrenderos, agentes de peaje, animadores… Algunos le sonríen a la radio que resuena en una caseta de vigilancia, otros comparten el momento con compañeros de trabajo, y otros están tan ocupados que ni siquiera notan el repicar de las campanas. A pesar de todo, alrededor del mundo millones de hombres y mujeres en lugar de inventarse excusas para faltar estarán lejos de sus casas cumpliendo con la responsabilidad de hacer su trabajo lo mejor posible para que el resto del mundo pueda festejar.
Así que esta noche o mañana cuando cada uno se dirija al lugar que ha escogido para recibir el año nuevo, que no olvide agradecer por lo menos con una sonrisa a cualquiera de esas personas que están trabajando para que esta noche sea una fiesta. Y si cada uno recuerda hacerlo con todos cada día, mejor.
Desde que era niña Margarita sabía que la Navidad se acercaba cuando comenzaban a sonar las gaitas, cada año había una nueva. Más o menos a mitad de octubre llegaba la gaita de moda: la que sonaba en todas las radios aunque tuviera que convivir con las de siempre y con el ineludible disco de la Billo´s Caracas Boys que alegraba una casa y las de todos los vecinos.
A medida que avanzaban los días se notaba cómo cada familia llevaba a cabo su propia versión de “Operación Alegría”: tiraban los peroles viejos, pintaban fachadas, podaban los árboles, y dejaban el espacio listo para poner arbolitos y pesebres. Los muchachos del barrio se ponían de acuerdo con sus amigos, y como si se tratara de los siete enanos se dedicaban cada fin de semana a una casa diferente: pintaban rejas, paredes, y hasta tejas bajo un rayo de sol inclemente que nada tenía que hacer frente a la cervezas bien frías y la gran taza de sancocho que ofrecían las agradecidas dueñas.
Para Margarita la Navidad no era tal hasta que el 24 de diciembre plantaba en la mesa un pan de jamón caliente y una botella de Ponche Crema. Desde que ganó su primer sueldo se prometió que nunca le faltaría a su madre por lo menos eso, un pan de jamón. Afortunadamente su trabajo y sus innumerables sacrificios dieron para panes, perniles, hallacas y dulces de lechosa en la casa de su madre, en la suya, y en la de todo aquel al que ha podido ayudar.
Le gustaba dar sorpresas. Lo que sintió cuando le dieron una a los siete años hizo irresistible regalar un momento como ese a las personas que le importaban.
A veces planeaba con tiempo una fiesta, otras simplemente se detenía al ver algo que se le parecía a… y lo guardaba en un cajón hasta que el deseo de ver el brillo especial en los ojos del agasajado burlara al calendario o aguardara la llegada de una fecha señalada. Pero desde que vivía fuera la sorpresa que más le gustaba era la de volver a casa en Navidad.
Tenía un trabajo que le permitía moverse con facilidad, era la clase de trabajo que incluye estar ocupada mientras el resto del mundo festeja. De modo que su familia nunca contaba con su presencia en la mesa. Fue entonces cuando se le ocurrió crear la tradicional sorpresa de Navidad que consistía en hacerle creer a todos que no podría estar en casa para las fiestas. Algunas veces contaba con la complicidad de algún amigo que la recogía en el aeropuerto, otras contaba con la discreción de todos, otras no se lo contaba a ninguno. Lo cierto es que la sorpresa llegaba a su punto culminante cuando su mirada se encontraba con la de su madre.
Pasaba las fiestas riéndose de las excusas que había inventado para no ser descubierta, apareciendo en las casas de sus amigos, repartiendo abrazos mientras las sonrisas inundaban cocinas, garajes y cualquier rincón donde el reencuentro paralizara la cotidianidad. Su tradición entusiasmaba cada vez a más personas que querían formar parte de esos momentos que regalaba atravesando la ciudad en un coche prestado.
“Como paraulata que deja su canto en la sabana.” Así ando hoy. Tengo tantas cosas galopando en el pecho, que no sé cómo expresarlas. Pensé que lo mejor era ponerme a escribir a ver si ante el teclado sería capaz de dejar fluir este salto de sentimientos que tanto me recuerda a La Llovizna.
Desde que abrí los ojos a las 8 de la mañana del domingo 6 de diciembre no he vuelto a dormir. Y no me importa, a pesar del cansancio tampoco habría podido. Me convertí en una especie de pulpo cuadrafónico para poder seguir cada minuto de una nueva jornada en la que mi tierra se jugaba su futuro. Vi cómo una y otra vez la impunidad y la corrupción hacían de las suyas, pero este domingo algo era diferente: la gente, mi gente estaba convencida de que juntos podíamos conseguirlo. No había un solo gesto de desánimo ni de miedo. Al contrario, todos demostraban estar dispuestos a defender lo nuestro, quizás como nunca lo habíamos defendido.
Cada vez que aparecía un escuadrón de motorizados queriendo intimidar a los votantes, recordaba eso de “ellos serán muy machos, pero nosotros somos muchos”, y notaba cómo ese pensamiento también formaba parte de todas esas personas que no se movieron de su sitio. No detallaré más abusos porque el peso de la evidencia le estuvo hablando al mundo durante toda la jornada electoral.
Venezuela estaba bella, con un cielo hermosísimo, el que en estos diecisiete sombríos años nos ha visto sufrir de mil maneras diferentes. El mismo que se abrió paso en la ventana de cada venezolano que con el alma hecha pedazos dejaba a lo lejos su pizca de mundo para buscar una vida mejor. El sol brillaba con un tono incomparable, y las calles olían a una esperanza que miraba de reojo a la incertidumbre durante las horas eternas que estuvimos esperando la primera declaración oficial de los escrutinios. Números iban y venían, y aunque las sensaciones eran totalmente distintas, ya habíamos pasado por esto en muchas ocasiones, por eso preferimos no cantar una victoria que luego pudiera convertirse de forma inverosímil en un nudo difícil de tragar.